Narrativas comunitarias
de ciclismo urbano en México

Jaime García

El lenguaje de la bicicleta

En estos tiempos en los que estamos tan aislados, tan encerrados en nuestras casas, tan ensimismados, pedalear es una manera de reconectarnos con la humanidad de los demás, y con la propia

Puebla, librería Profética, 8 de Febrero de 2020. Con Jaime conversamos en Profética, un espacio que se ha constituido dando un lugar central a dos de los más grandes instrumentos de libertad y exploración del ser humano: el libro y la bicicleta. Está en el centro histórico de Puebla, en la calle 3 Sur y Avenida 7 Poniente. Ahí, al ver la centralidad de esos dos objetos en el espacio, y las formas de convivencia que suscitan, uno desearía que ese lugar fuera también profético con respecto a los espacios públicos de nuestras ciudades: que fueran concebidos para estas dos tecnologías de cuidado y cultivo ambiental, social y personal. Jaime tiene 38 años; es profesor universitario en la Ibero de Puebla; estudió lingüística aplicada, y se dedica a dar clases de lengua desde hace diez años.

 

Creo que mi vida iba a llegar irremediablemente a ese punto de rencontrarme con la bici, de moverme por mis propios medios. La bici es sentir la libertad de no depender de otra cosa que no sean tus piernas. Nunca me alejé por completo, y al volver aprendí a apreciar otra vez cosas que cuando era niño apreciaba, y que cuando crecí se me fueron olvidando. Para mí, el día de hoy, la bici no sólo es un medio de transporte: es un instrumento hasta de meditación y de introspección. Le veo el beneficio no sólo social y ambiental, sino también de bienestar interno. No le veo nada nocivo. ¿Qué te puede pasar?, ¿que te desgastes las articulaciones? Pues sí, todo por servir se acaba. Pero estarás en mejor forma para rehabilitarte porque te has ejercitado para tus trayectos cotidianos por años. Es curioso ver a ciclistas de la tercera edad: suelen verse muy fuertes. Si llego, quiero ser el viejito que pedalee para ir a la tortillería por tortillas calientes recién hechas. 

 

De niño andaba en bici. Como todo niño que creció en un entorno donde la bici era algo muy común entre los niños, creía que todos sabían andar en una. Ni siquiera recuerdo cómo aprendí. Sólo recuerdo a papá diciendo que la mía tenía llantitas para ayudarme a equilibrar. Era un niño con tanta energía que mis padres me involucraron en toda actividad posible: gimnasia, scouts, tae kwon do. Y tenía muchas ruedas al alcance: avalancha, patines y, claro, la bici. Un día la empecé a ver como algo más cuando, a los 10 u 11 años, estando en casa —la casa de mis padres está al suroriente de Puebla— me encontraba algo aburrido, y se me ocurrió que quería ir a visitar a mis primos al sur de la ciudad, a unos cinco kilómetros. Así que empecé a pedalear y fue toda una aventura. No medía el peligro que representaba la inexistente infraestructura ciclista, pero me las ingenié y llegué con mis primos. No me acuerdo ya qué hicimos, y luego me regresé a casa. Mis papás jamás me hubieran permitido ir solo, pero no se han enterado hasta ahora, y no les extrañaría: ¡Yo me quería comer el mundo! La psicóloga en la escuela me había diagnosticado con trastorno de déficit de atención e hiperactividad.  Así que de ahí también se puede deducir mucho.

 Ya en la prepa, la bici no figuró mucho en mi vida, más bien fueron los patines, y a los dieciséis, mi papá me regaló un coche. Me enseñó a manejar desde los trece o catorce años, y una vez que me lo regaló, fue muy sensato: me lo fue soltando poco a poco, y me decía que era una responsabilidad. Pero pues tenía dieciséis, ¿no?, y a esa edad uno cree que no pasa nada. Si un amigo me hablaba, me llevaba el coche, todos se subían, y vámonos aquí, vámonos allá. De joven, a uno le gusta la novedad y sentir el poder, pero eso lo superas.  Ya estando en la universidad, el coche siguió siendo mi medio principal de transporte. Durante un año, fui de intercambio a La Haya, en Holanda, y ahí conocí lo que era una ciudad para las bicis. Lo primero que hice al llegar fue conseguir una. Me reencontré con ella.  Y pues a toda madre: era un paraíso para pedalear. 

 

Regresé a México en el 2003, y me olvidé un poco de la bici. Mientras que en Holanda había infraestructura, y la bici era universal, acá no había nada. En el 2006 empecé a trabajar en Tlaxcala, a cuarenta minutos de la ciudad de Puebla, y es ahí cuando compré un coche. Me iba en él todos los días. En el 2007 me fui a Cancún, y al año siguiente regresé a Puebla, esta vez a Cholula. Mientras estudiaba la maestría, retomé la bici como medio de transporte, pues Cholula tiene un uso de la bicicleta muy arraigado en la comunidad, y es cotidiano ver a las familias llevando a sus hijos a la escuela en bici, e incluso a los niños yendo por su cuenta en ella. 

Luego comencé a utilizarla para distancias cada vez más largas, como para ir a Puebla, a 12 kilómetros de distancia, a visitar familia y amigos, y con cada vez mayor frecuencia, para ir a trabajar. 

Mi regreso a la bici fue paulatino. Tuve el mismo coche hasta que lo vendí en el 2018, y me compré una bici de mucho mejor calidad que la que había tenido. ¡Qué maravilla! Aquí es cuando hice el cambio de modo de transporte cotidiano y empecé a usar la bici para ir todos los días al trabajo, a 6 kilómetros de distancia de mi hogar, y tomándome alrededor de 20 minutos para llegar. En coche, haría treinta (risa). La distancia no era tan larga como creía. 

¿Pero qué tal si es al contrario? ¿Qué tal si lo que te pasa al montarte en una bici es ver que a veces estás cargando cosas que no necesitas realmente?

Trato de jalar a tanta gente a la bici como pueda, pero cuesta mucho trabajo. Hay muchos argumentos en contra, muchos pretextos y mucho temor. O muchos prejuicios de que no se le concibe como un medio de transporte. Cuando yo les digo ‘pero es que claro que lo puedes hacer’, las personas me responden: ‘no, es que necesito llevar cosas’. ¿Pero qué tal si es al contrario? ¿Qué tal si lo que te pasa al montarte en una bici es ver que a veces estás cargando cosas que no necesitas realmente? Y así empiezas a reducir tu carga física y mental: sólo llevas lo necesario. 

 

Otro ”pero” que pone la gente es el miedo. Y sí, hay mucha gente con pésimos hábitos de manejo. Pero aprendes a hacerte respetar, y aprendes mañas: ocupas el carril completo, sabes cuándo esperar a que te rebasen los coches. Aprendes a leer el lenguaje de los automovilistas, y también sabes cuándo traes a alguien imprudente o inexperto y lo dejas pasar: no es buena idea nunca arriesgar el pellejo. También aprendes a utilizar tu cuerpo como señal de todos tus movimientos, de cierta manera, recordando al humano que va montado en un vehículo liviano, completamente desprotegido contra una máquina de al menos media tonelada. Y muchas personas sí lo entienden. El hacernos visibles ayuda a educar el entorno, yo sí he visto muchas personas que son amables al conducir, y otras que les falta pericia y no saben que con su coche pueden hacer mucho daño.  Aunque a veces ha pasado que no lo entienden.  Aunque reconozco que nosotros también podemos pasar por hostiles, y sí me declaro culpable de en un par de ocasiones confrontar a los conductores cuando he sentido mi vida en peligro. En bici, ves lo poco amigable que es la ciudad con los ciclistas, y cierta hostilidad de algunos conductores, pero también te vuelves más empático, porque te sientes vulnerable. 

Es fácil percibir el humor de la gente porque los ves a todos desde la bici, y en ella te trasladas a una velocidad que permite a tus ojos observar.  Percibes lo alterada que está la gente en coche. Notas que quien tiene poder en un coche, y está alterado, puede lastimarte. El ritmo de vida nos ha afectado tanto que vivimos de prisa. Hay una ansiedad social muy fuerte. No sé cómo decirlo… esta manía de algunas personas de querer demostrar que son fuertes, de acelerar en su coche, y de mostrar que traen una máquina que ronronea. Es como una cuestión cultural de autoestima, esa necesidad de sentir poder o de tener algo que te haga destacar, este decir yo tengo coche, y puedo pasar sobre lo que sea, o sobre quien sea. Es la necesidad de sentir la fuerza de una máquina, y que de ahí venga tu estatus, ¿no? Y eso hace que la ciudad sea absurdamente hostil para la bici. He llegado a algún restaurante, dejando mi bici antes de entrar, y me han dicho: ¡No, no la puede dejar acá! Oye, güey, es una bici, no te ocupa mucho espacio. Pero parece que si llegas en bici no vas a consumir igual, lo que está ligado a ese concepto clasista de que si no tienes coche no eres alguien exitoso.  

En una bici todos somos iguales. Tú no tienes más fuerza que la que tienen tus piernas, y casi cualquiera es apto para desplazarse. No necesitas un permiso para conducir, y no tienes ese poder de la máquina que es el poder de tener un arma. No cualquiera puede tener en sus manos la vida de otras personas, y en un coche, la tienes.  Mucha gente no sabe que tener un coche es tener ese poder, y por eso mucha gente lo utiliza mal. En la bici, en cambio, somos iguales todos. No te voy a matar con mi bici, es algo impensable. Por eso genera un sentimiento de igualdad, de que todos somos vulnerables, pero todos podemos movernos. La bici es eso: moverse.  

¿La lingüística y la bici…? Tiene que ver con el cuerpo en movimiento. Quizás es que ya no sabemos comunicarnos con el cuerpo, pero con la bici te entrenas en comunicarte de esa forma. En el coche, a veces la gente no entiende ni qué es eso, y piensa que no tiene que comunicar nada porque van en su burbuja. Nadie va a sacar la mano para poner la direccional. El lenguaje corporal es un ritual que hemos perdido, y que la bici te devuelve. Todos los ciclistas tenemos un diálogo al vernos: aquí estoy, voy a pasar, sigo; vas a pasar, freno. ¿Sabes?, somos organismos en constante movimiento, y así nos vemos unos a otros. Está en nuestro ADN. El chiste de la vida es moverse. No es que te quedes ahí encapsulado. Y pues sí, la bici es un lenguaje en sí mismo, lenguaje en movimiento: es el lenguaje de moverte con tus propios medios.

la bici es un lenguaje en sí mismo, lenguaje en movimiento: es el lenguaje de moverte con tus propios medios

 La bici te regresa a un lugar un poco primigenio.  En la bici, tú vas viendo el cielo, los árboles, vas sintiendo el aire. Haces contacto visual con la gente. No vas encerrado en una cápsula en la que te aíslas del mundo. En estos tiempos en los que estamos tan aislados, tan encerrados en nuestras casas, tan ensimismados, pedalear es una manera de reconectarnos con la humanidad de los demás, y con la propia. Como te estaba diciendo, vuelves a apreciar cosas de cuando eras niño, que de adulto ya se te van olvidando, cómo ver la lluvia. Si me agarra la lluvia andando en bici, pues me agarra, y me agarró, ¿y qué? Lo disfruto, veo el agua caer de los árboles. Es algo hermoso. ¿Cuándo fue la última vez que viste el agua caer? ¿Por qué el agua nos da miedo, si el agua es la vida?  Pedalear es sentir la aventura, es darte cuenta de que la distancia entre un punto y otro no es tan larga como creías, es volver a ver la lluvia caer… Andar en la bici fue regresar y reencontrarme conmigo mismo, con mi infancia.  

 

De niño andaba en bici, y hoy también. Era irremediable este reencuentro, el moverme con mis propios medios, sin depender de una máquina, sin depender de un combustible. En la bici aprendes a apreciar tu humanidad, y tu vulnerabilidad otra vez. Al final, la bici es volver a conectarte con tu cuerpo, porque tu cuerpo es tu vehículo, y pues creo que esa reconexión, ese reencuentro conmigo mismo, con el Jimmy de niño, no depende de nada más, de nadie más, sólo de mí, de esto: la bici.  

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Colaboradores

Entrevista: Alejandro Zamora 

Redacción: María Ávila

Revisión: Alejandro Zamora

Fotografía: Judith Aguilar Moreno y Angélica Villagrana Casillas

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