Narrativas comunitarias
de ciclismo urbano en México

Me digo de broma que los automovilistas son como los T-Rex de la película Parque Jurásico: si no te mueves, no te ven.

David Rodríguez-Gil

Momentos de mucha luz

Ciudad de México, 13 de febrero de 2020 / Lausanne, 31 de julio de 2022

Yo fui un niño que siempre estaba nadando, dibujando, haciendo karate, fútbol, yendo a clases de grabado, de música, de piano. He hecho mucho de lo que me gusta. En la secundaria estuve en el taller de danza los tres años, ahí empecé mi formación como bailarín; luego me fui a la música, estudié sociología un rato, tuve la oportunidad de viajar a Montreal, fui varias veces a Europa, estudié un año de intercambio en el sur de Francia y también estuve en una banda que se llama La hora de la hora. En el 2011 tocamos en el Vive Latino; estuve con ellos como cinco años. Ahora me doy cuenta de que muchas de las tablas que tengo, en términos de escenario, tienen que ver con el trabajo dancístico que he hecho y con haber estado en el rock. 

 

Sobre si la bici es una manera de experimentar otra versión de mí mismo, sí, creo que sí; creo que la bici ofrece otra manera de ser un ser humano en este mundo. Como te decía, gracias a mi mamá, tuve el privilegio de probar muchas actividades distintas, y a lo largo de la vida pude experimentar varias formas de ser, de hacer, y todo me gustaba. Como a los 14, mi mamá me presentó a su grupo de amigos y quedé cautivado. Fueron como tíos para mí. Algunos de ellos tenían una banda y tocaban una cosa rara, música urbana, medio rock, medio ska. La banda se llamaba Su Mercé y para el tiempo en que iba a la prepa la música me conquistó. Yo quería hacer algo así como la banda de estos amigos y empecé a estudiar guitarra; luego la vida me llevo a la Escuela Nacional de Música de la UNAM para estudiar guitarra clásica.

 

Hice el bachillerato en la prepa 6 de la UNAM. Recuerdo que en quinto llegó a mi círculo de amistades la fiebre de Yo-Yo Ma. Todo mundo hablaba de él, escuchábamos sus discos y varios empezaron a tomar clases de chelo. Yo no, curiosamente. A este círculo de amistades, que no sólamente estaba conformado por gente de la prepa 6, años después le apodamos “el circuito culti-sur”. Había gente de varias escuelas activas del sur de la ciudad de México, era como un circuito de hijos e hijas de académicos y artistas, de clase media acomodada, en general, con capital cultural, y muchas familias con historias de exilio: de Chile, Uruguay y Argentina; también eran terceras generaciones de españoles republicanos. De ahí viene mi formación. Años después, cuando decidí empezar a tocar el chelo, un amigo de aquellos tiempos me vendió el suyo, que llevaba años guardado en un clóset, por una cantidad ridícula, fue casi un regalo.

 

Fue en esa época de la prepa en la que empecé a usar la bici para transportarme. El depa de mi mamá estaba al otro lado de la Alberca Olímpica, en la Benito Juárez, y antes, de niño, yo andaba por ahí con mi bicicleta roja, una Apache. Me llevaban mis tíos a CU y a otros lugares abiertos, por eso me pareció que la prepa 6 estaba bien cerca, también la escuela de Música. Entonces era fácil moverme con la guitarra en bici. Así anduve todos los años de la prepa, incluso me conseguí una bicicleta Mongoose. En un viaje al que me llevó un tío a Ciudad Victoria, aprovechamos para cruzar al Gabacho y lo que yo quería era traerme una bici. Las dos bicicletas que usé en ese tiempo me las robaron ahí en el edificio en el que vivíamos. Estaban amarradas, pero seguramente alguien dejó la puerta abierta y, pues, se las llevaron.

Pero es que yo pensaba que ser chelista y andar en bici eran cosas incompatibles

Para entonces mi mamá me dejó su coche y fue entonces cuando decidí cambiarme al chelo formalmente. Ya había estado un tiempo en mi propia banda de rock, pero la música clásica también me encantaba y empecé a relacionarme más con músicos de la orquesta. Me di cuenta de que quería tocar las sinfonías que escuchaba, y me llamaba más la atención que el mundo dolorosamente hermético de la guitarra clásica. Sin embargo, era más cómodo moverme en el carro. Así dejé por varios años la bicicleta, y empecé a habitar la ciudad como automovilista.

 

Fueron distintos viajes los que me hicieron redescubrir la bicicleta. Hubo una serie de años en los que viajé por distintos motivos a Europa. Del lado de mi mamá tenemos familia allá. Un tío, primo de mi mamá, vive con su familia cerca de Leipzig, en Alemania, y una tía, hermana de mi mamá, en Madrid. Este tío nos prestó unas bicis para andar por un pequeño bosque cerca de su casa y recuerdo la sensación al volverme a subir a la bici, andar entre esos árboles y pensar: pero ¿por qué tengo tanto tiempo sin andar en bici? Ahí me di cuenta de que la bici era súper natural, como dice ese viejo dicho: lo que bien se aprende no se olvida y la bici siempre es el ejemplo que se usa. Pues era cierto. 

 

Pero es que yo pensaba que ser chelista y andar en bici eran cosas incompatibles. Por eso me tomó un buen tiempo volver a usar la bici en la ciudad, porque pensaba que no podía ir en bici con el chelo. Sin embargo, en otros viajes también usé mucho la bici. Por ejemplo, cuando visitamos a mi tía en Madrid, yo me fui a conocer Barcelona solo y me renté una bici. Me pareció increíble porque con 10 euros la tenía todo el día y podía conocer la ciudad sin padecer el tráfico y sin meterme al metro. Por eso después, cuando fui con la orquesta de la escuela a Berlín, a tocar a un festival de orquestas juveniles, el Young Euro Classic, yo sugerí que usáramos la bicicleta para conocer la ciudad. Varias personas de la orquesta se sumaron y fue increíble. Regresé con la idea de que tenía que encontrar la manera de poder llevar el chelo en bici, pero no lo lograba. Entonces me gané una beca para estudiar en Mónaco, que es un País muy raro: es básicamente una ciudad super pequeña, que está en la montaña y está construida como en niveles. Ahí era mucho más fácil caminar, pero cuando iba a Niza, la famosa ciudad francesa, que estaba como a 45 minutos en tren, podía usar el sistema de bicis compartidas y pagaba 1 euro por tomar la bici.

 

En ese año, 2014, cuando llegué a Mónaco, en México desaparecieron a los 43 normalistas de Ayotzinapa. Las redes sociales estaban en fuego, todas mis amistades, colegas,  compañeros, estaban saliendo a las calles, posteando cosas, y yo, con mi beca, en un país opulento, como si nada pasara. Me sentía culpable y sumamente incómodo por estar en un sitio tan alejado de lo que pasaba en México; sentía que yo tenía que estar allá y el mundo me parecía irreal con los contrastes que veía en Mónaco. Al mismo tiempo, estaba estudiando con un gran violoncellista y muy generoso profesor, Frédéric Audibert. Le llevo muy cerca del corazón. Fue fundamental para mi formación chelística. Así que a pesar de la situación en México y el gran conflicto interno que experimentaba, sabía que tenía que aprovechar la ocasión y la gran oportunidad de estudiar ahí con él. Por eso recuerdo muchas veces el aliviane de la bici. Cuando iba a Niza y la usaba, me ponía a pensar en cómo era posible que la estuviera pasando tan mal estando en un lugar tan increíble, rodeado de mar y montañas, con colores hermosos y esa luz tan famosa de la Côte d’Azur. La bici me daba momentos de mucha luz y así pasé ese año de estudios lejos.

 
La bici me daba momentos de mucha luz, y así pasé ese año de estudios lejos

Después regresé a México y me encontré con una ciudad mucho más caótica. Yo había vendido el coche que me había dejado mi mamá antes de irme y aunque es claro que un auto puede hacer algunos trayectos más cómodos, es una renta constante. Además, en esos años la gasolina empezó a subir, a subir y a subir. Había que gastar en parquímetros o estacionamientos, seguro, tenencia, en fin. Ya no tenía sentido para mi mantener un carro, me resultaba carísimo. Tardé todavía un año en reencontrarme con la bici, porque seguía viviendo cerca de la facultad y usaba el transporte público. Yo pensaba que necesitaba una bici de paseo para poder ir más erguido y llevar el chelo, pero finalmente un primo me convenció de conseguir una híbrida y me ayudó a comprar una bicicleta Specialized, muy buena y a muy buen precio, ideal para andar en la ciudad. Esto sucedió un par de meses antes del terremoto del 2017.

 

 

Recuerdo que esa semana, la del temblor, fue una semana muy loca. Cuando sucedió, me tocó sin bici y sin chelo. Estaba haciendo un scouting en la colonia Doctores para un concierto que íbamos a organizar con unas amigas que tienen un colectivo de danza árabe llamado Hanin. Estábamos subiendo el edificio y a media escalera tocó bajar corriendo y salir a la calle. Creo que nunca había corrido tan rápido. Mucha conmoción esa tarde: líneas de teléfono ocupadas, Twitter a una velocidad más apabullante de la normal, y la voz de Carmen Aristegui en las noticias, mostrando las zonas donde edificios habían colapsado. En el camino de regreso a casa, rumbo a la colonia Portales, me topé con un par de edificios caídos y me sumé a la cadena humana para levantar escombros. Estaba con dos o tres chavos que nos encontramos por ahí, tratando de entender qué estaba pasando. Mientras decidíamos qué hacer después, de pronto pasaron unas chavas en bici, eran una especie de comando de amazonas: fuertísimas, grandotas y guapísimas en sus bicis, cargadas con palas, con cascos, con picos y cuerdas, nos vieron y nos gritaron “¿Qué onda, los llevamos?” Y ahí íbamos, en los diablos, agarrados de ellas, rumbo al siguiente punto a levantar escombros. Los siguientes días vi en las redes que la gente se empezó a organizar, entonces yo pensé que me tocaba ser ciclista en todo eso, porque era algo que podía hacer rápido y varias veces al día para ayudar. Me acerqué a un centro de acopio que se puso fuera de la Alberca Olímpica y me ofrecí para llevar lo que fuera con la bici y una mochila de campismo en la que le cabía mucho. 

 

 

La organización fue muy emergente, pero se desarrollaron protocolos de verificación: pasamos nuestros números, avisaban que íbamos a llevar tales cosas (tocó sobre todo llevar medicinas) y luego también teníamos que grabar lo que llevábamos, a nosotros mismos, para verificar que sí se entregara todo. Fue una semana de mucha adrenalina, muchas emociones y mucho ejercicio porque teníamos que ir, por ejemplo, a Taxqueña a dejar algo, o a recoger, y regresar a la Alberca Olímpica, luego a Condesa y luego a Xochimilco, para regresar a la Doctores. En medio de la tragedia, recuerdo haberme dado cuenta, casi con asombro, de que era un ciclista bastante competente y con no mala condición física. Por supuesto el tipo de bici ayudó mucho, pues hubo muchas personas que también salieron a ayudar con sus bicis, pero muchas no estaban en buen estado. No podían usar las velocidades o se les salía la cadena con frecuencia y no resultaban tan eficientes para las entregas que debíamos hacer.

 

...mi búsqueda corporal, que ha sido una búsqueda dancística, se ha vuelto también una búsqueda musical. Porque no hay música sin cuerpo y a veces tiene que ser como un impulso, un gesto que dejas fluir. Como en la bici, si vas demasiado lento, te caes.

En la prepa no me iba distancias largas, me daba miedo. Y ahora, probablemente tiene que ver con que, a partir del temblor, me dije: claro, puedo recorrer la ciudad sin broncas. Me meto a Tlalpan, a Churubusco y a veces hasta a la lateral del Periférico. Finalmente, empecé a experimentar con el chelo y la bici, y ahora tengo dos maneras bastante efectivas de llevarlo. Probé muchas, pero finalmente di con una técnica útil con la que además puedo llevar una mochila, porque claro, a veces también se necesita cargar con un atril y partituras. Así que primero me cuelgo la mochila, pero con una de las correas muy larga y la otra muy corta, para que la mochila no quede al centro de la espalda sino sobre uno de mis omóplatos, y hago lo mismo con las correas del cello, pero de forma que queden del lado contrario y lleve el chelo cargando en el otro omóplato. De esta manera el estuche no choca con la llanta trasera. Pero también es la forma más cansada, sobre todo por el estuche duro del cello, que aunque lo protege bien, es más grande y pesado. Así que cuando no quiero cargar el estuche, uso la funda, que ocupa menos espacio, es acolchonada y hasta tiene espacio para llevar otras cosas, y entonces puedo llevarla solo como mochila, es más ligera y hace todo bastante más cómodo… unque bueno, sólo sería una bronca si me caigo, pero no me ha pasado.

Así logré conciliar ser chelista y ser ciclista urbano. Además, gracias a las distintas actividades que he hecho, como practicar yoga, ser bailarín, músico, ciclista, etc, he llegado a tener reflexiones sobre alguna des estas actividades en comparación con otra, siempre a través del cuerpo, sus sensaciones y sus gestos. Por ejemplo, entre cuerdistas hablamos de “guiar” el arco, no hacer fuerza ni ejercer presión sobre las cuerdas, sino usar el peso del arco para producir sonido. Es decir, usar la gravedad a tu favor, ¡como con el cuerpo en la danza! Bueno, pues andando en bici pasa lo mismo con las piernas al pedalear. No sé si los ciclistas profesionales hablen de esto, pero creo que uno puede ser más eficiente si logra pedalear utilizando sólo el abdomen para cargar las piernas y tratando de relajar los cuádriceps al máximo. Así, una pierna a la vez se eleva y basta con soltarla, sin hacer presión sobre el pedal, dejarla caer, y que el peso de la pierna “pedaleé por ti”. Es decir, puedes sólo estar concentrado en la fuerza que tienes que hacer para avanzar, pero también puedes ser más fluido y dejarte llevar con la inercia de una vez que te echas a andar., usando la gravedad como aliada. Todas esas reflexiones y experimentos vienen de los cruces de mis experiencias de las distintas formas que he tenido de ser en el mundo. 

 

En este sentido de los cruces y las reflexiones entre disciplinas, mi búsqueda corporal, que ha sido una búsqueda dancística, se ha vuelto también una búsqueda musical. Porque no hay música sin cuerpo y a veces tiene que ser como un impulso, un gesto que dejas fluir. Como en la bici, si vas demasiado lento, te caes. Pasa en la danza también, cuando hablamos de continuar con un gesto, como un trazo, sin baches. La danza, como te contaba, también me ha acompañado desde hace mucho, y creo que la interacción que uno tiene con el cuerpo en la danza, con el propio y con los otros, es algo que no todo el mundo tiene oportunidad de experimentar. Por supuesto esta experiencia puede ser muy distinta para otras personas. Yo hice ballet al principio pero después hice mucha danza contemporánea. Creo que desde la danza he generado reflexiones valiosas sobre maneras distintas de relacionarnos, de trabajar, de hacer equipo. Por poner un ejemplo: desde muy joven, yo les ayudaba a mis amigas, colegas bailarinas, a cambiarse durante función. Esos momentos adrenalínicos en los que no hay tiempo y hay que salir a escena de nuevo en pocos segundos. Para mí no era un tema que cayera en un relato sexualizado o de ejercicio de poder en el tacto con otros cuerpos, sobre todo femeninos, y yo siendo hombre. 

 

Creo que en mi paso por la danza me he cuestionado mucho sobre la masculinidad y sobre lo que implica ser hombre en esta sociedad, o por lo menos, sobre el tipo de hombre que yo quiero ser. También con mi mamá, con el linaje femenino de mi familia, con mis amigas, mis parejas, en especial una muy importante con quien estuve muchos años, e incluso con mi papá. Él fue de las primeras personas que me dio esas enseñanzas de una masculinidad menos tóxica, menos violenta. Recuerdo mucho una vez que estaba yo en quinto o sexto de primaria, y me dijo: “oye, ya estás en la edad que, bueno, tú y tus compañeras están en la edad en la que a algunas de ellas les va a empezar a bajar. Ya hemos hablado, ya sabes qué es la menstruación. Entonces, si un día notas que a una de tus amigas le pasa, no seas ese que se burla, sé buen amigo, pregúntale si quiere ayuda. A veces a las chicas les da pena. No sé, préstale un suéter, para que se cubra. O avísale a la maestra en plan muy discreto.” En la secundaria, el proceso en el que yo estuve en el taller de danza, fueron años muy importantes de formación artística, de generar intimidad con mis compañeras desde la amistad. Creo que este tipo de experiencias me han ayudado a imaginar e intentar formas distintas de relacionarme, más empáticas y menos violentas; en lo cotidiano, lo laboral, lo íntimo, lo sexual, lo afectivo; a lo largo de los años.

 

En la ciudad de México, yo trato de mantenerme en el carril de la velocidad que me toca. Poco a poco uno se vuelve bueno para ir con el flujo automovilístico. Me digo que se trata de tomar tu carril, de ocupar los espacios vacíos, de fluir en medio de la corriente de autos. Supongo que también hay una actitud corporal que hay que tener. Porque, seamos honestos, no todas las personas a bordo de un auto son gentiles con las personas ciclistas. Hay que imponerse de pronto, reclamar el espacio, no pedir permiso o esperar a que te dejen pasar. Me gusta mantener una velocidad a la que la gente en sus coches realmente me ve. Me digo de broma que los automovilistas son como los T-Rex de la película Parque Jurásico: si no te mueves, no te ven. Tampoco es novedad que en la CDMX como peatón difícilmente tienes preferencia, aunque así debería de ser. Así que me he dado cuenta como ciclista de que si te acercas a la velocidad de los carros, los conductores te notan y entonces toman precaución, o bajan su velocidad. 

 

Me marcó muchísimo el estudio que me contaste sobre cómo con una bicicleta, el cuerpo humano se vuelve uno de los animales más eficientes del planeta en su relación consumo calórico/distancia recorrida. Y es que sí, siento que la bici me da una especie de animalidad salvaje. Porque los humanos somos re inútiles: no volamos, no nadamos, corremos bien lento, tenemos una fuerza mínima. Pero con la bici, ¡uuf! Pienso que es lo más parecido a volar, porque es mi propia energía, estoy apenas tocando el piso en dos puntos y voy tan rápido como mi cuerpo, mis músculos, mi inercia, mis impulsos y la forma en la que entiendo la gravedad me permiten; siento que hay algo ahí que me permite recuperar un potencial animal y me parece increíble tener esa otra manera de ser un ser en este mundo, con la bici. 

siento que hay algo ahí que me permite recuperar un potencial animal y me parece increíble tener esa otra manera de ser un ser en este mundo, con la bici.

Epílogo

Hoy estoy en Lausanne, otra ciudad llena de subidas y bajadas. Es 31 de julio de 2022. Vine para seguir estudiando chelo en la región francófona de Suiza. Llevo casi 9 meses acá,  haciendo una maestría de dos años en la Haute École de Musique de Lausanne, gracias al apoyo del CONACYT. Vivo en lo alto de la ciudad, rodeado de parques, árboles y plantas de todo tipo, pero a 10 minutos del centro. Llegué en Noviembre de 2021, tras casi dos años de pandemia. En invierno no dan ganas de andar en bici porque el viento es muy frío y puede ser peligroso por la nieve. En todo caso, no es mi elemento y me da un poco de miedo. En marzo, me conseguí una bicicleta, muy parecida a mi Specialized que dejé en México. Desde entonces he recuperado esa animalidad salvaje en dos ruedas que mantuve en pausa durante la mudanza, el viaje y la adaptación. Acá los automovilistas son todo lo respetuosos que uno podría desear, viniendo de la CDMX. Los pasos peatonales implican alto absoluto para cualquier carro y las avenidas más grandes no pasan de dos carriles por sentido. Es una ciudad muy pequeña, pero las vistas son magníficas. Los Alpes están de fondo durante los trayectos. Cuando bajo desde la casa,  sólo deseo no encontrarme con semáforos rojos. He contabilizado 8 minutos desde mi cuarto a la puerta del salón de clases dentro de mi escuela. Por el contrario, el regreso, cuando toca subir, se pueden hacer hasta 25 minutos, y hay tramos en los que definitivamente es más fácil desmontar la bici y caminar. Entiendo por qué la mayoría de las personas acá utilizan bicicletas eléctricas. Por supuesto, son demasiado caras, y toca seguir poniendo el cuerpo. Y sí, todo con el chelo a cuestas, el maravilloso “pinche mueble” de cuatro cuerdas. Definitivamente, cargarlo es de lo peor de esta profesión. Pero por lo menos no soy contrabajista.

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Colaboradores

Entrevista: Alejandro Zamora

Redacción: Mónica Díaz García

Revisión: Alejandro Zamora

Fotos: Alejandro Zamora

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