Clau Huerta
La bici es eso: la paz
Morelia, Mich., 2 de agosto de 2019. Claudia Huerta es una narradora natural. Basta hacerle una pregunta y el río del relato brota con pulso propio. Es fascinante: arranca caudaloso, recorre varias geografías, se despeña dramáticamente, encuentra remansos, se bifurca en riachuelos, vuelve a un caudal unánime. Estábamos en un café de Starbucks, pero ese espacio se desvaneció ante este fluir constante del relato, que recorre el pueblo de Santa Fe en la hoy Ciudad de México; se traslada a Morelia y sus alrededores, recrea dos peregrinaciones ciclistas guadalupanas desde la Catedral moreliana hasta las faldas del Tepeyac. Esta historia es apenas un esbozo de esa enorme experiencia narrativa. La bici es su protagonista.
Soy Claudia Huerta. Soy médico veterinario, pero no ejerzo: doy clases de educación artística en una primaria de gobierno de la colonia Obrera. En este trabajo he aprendido mucho de lo que es expresión corporal. Lo he aprendido en la escuela, con mis alumnos, y lo aplico mucho en mi vida cotidiana para relacionarme con la gente. Tengo dos hijos y una nieta. Tengo cuarenta y ocho años. Soy ciclista urbana. Hace dos años decidí deshacerme del auto, y me muevo en bicicleta o en transporte público todos los días.
También llevo el grupo de Insolente Morelia —las rodadas de los jueves—, y la Biciescuela Insolente, en la que por primera vez se han subido a la bici muchas mujeres, de todas las edades; incluso algunas jubiladas. Más que enseñar a andar en bici como tal, puedo compartir con otras mujeres cómo ganar confianza, cómo vencer los miedos, cómo ahora soy mañosa para andar en las calles, cómo saludo a la gente, cómo convivo desde la bicicleta. Porque esto hemos visto con muchas de mis alumnas cuando hablamos: que te dicen que la bici no es para ti porque eres mujer, que eres marimacha si andas en bici. Antes creo que también decían que hasta la virginidad perdías si andabas en bicicleta. Todo eso te meten en la cabeza. Así que es, sobre todo, esta experiencia mía lo que yo puedo compartir en la Biciescuela, porque la bicicleta ha sido mi psicóloga; andar en bici me ha hecho ganar confianza, y me ha hecho muy feliz. Muchas veces, para las chavas, la bici no es nada más cosa de aprender andar.
La bici se trata de vencer tus miedos, a tu ritmo, al tiempo que te tome. Es quitarte ese chip que traes puesto de que no puedes, o puedes menos. Y ayudar en esto ha sido padrísimo para mí. Ahorita en un mes llevo tres señoras, y esto sí te puedo decir que son como una extensión de mí cuando me dicen: ‘se me quitó el miedo porque te veo y estás bien loca, Claudia’. Y yo: qué bueno que mi locura se pueda contagiar así, y que pierdan de la cabeza eso de decir: ‘no voy a poder’.
Yo no tenía bici cuando iba en cuarto año, pero mis primos tenían una bici Apache con la que estaban aprendiendo a hacer caballitos y derrapones, y no me la querían prestar porque la bici no era para mujeres. Entonces yo los veía y les decía ‘préstamela’, y me traían corriendo detrás de ellos y no me la prestaban. Y yo cansadísima detrás de ellos, y ‘préstamela’, y ‘préstamela’. Hasta que me dijeron: ‘pero si no vas a poder’. Y yo: ‘pues claro que puedo’. Y entonces aprendí a levantar la bicicleta de caballito y a hacer derrapones en la tierrita. Había grava o algo así, y patinaba padrísimo. Por supuesto que ahora lo pienso y digo, ¿cómo se me ocurrió hacer esa barbaridad? No sé, pero yo lo hice un par de veces, y la tercera: ¡adiós! Tibia y peroné rotos. ¡Justo antes de las vacaciones de verano! Me tuvieron que enyesar y hubo una persecución en el hospital porque yo no me dejaba. O sea, si me rompí los huesos de acá, por qué diablos me tenían que enyesar hasta acá, pensaba. Entonces, fue una batalla campal entre enfermera, médico y mi padre, que finalmente me agarró para que me pudieran enyesar. Y después ya fue muy divertida la carrera en la silla de ruedas en el pasillo de la clínica Londres, en la Ciudad de México.
Yo siempre molesto a mis hermanas, y mis hijos me molestan a mí; dicen que no soy una mujer normal. Lo que pasa es que cuando yo iba en secundaria, jugaba futbol americano y mis hermanas eran porristas, y me acuerdo de que yo les decía: ‘¡pero qué aburridas, por qué hacen eso!’ O sea, yo llegaba toda mugrosa del tocho, y andaba en bici, me la pasaba increíble. Y ellas sentaditas en el chisme, con sus pomponcitos y sus falditas, nomás noviando. Eso sí: locas por el quarterback del equipo de hombres. Y yo era amiguísima del quarterback. ¡Era mi compa! Sí, se confirma el estereotipo del quarterback y las porristas, ¿por qué no? Pero aparte de estereotipos, la verdad sí era muy guapo: tenía unas pestañas así de grandes. Y entonces yo me las chantajeaba a todas porque las porristas siempre estaban atrasito, y yo abajo en el campo, con todos, y cuando oía que alguno le gustaba a una, yo le decía: pues si quieres te lo presento, pero de a cómo estamos hablando.
Yo aprendí desde chiquita como aprendimos todos en la Ciudad de México en esos años: súbete y pedaléale como puedas. Me acuerdo que fue en una bici de panadero que estaba ahí. Yo la veía y la veía, y decía: ¡qué cosa más bonita! Tenía un rojo brillante precioso tirándole a guinda, con su portabultos. Me quedaba bastante grande, y no alcanzaba ni de puntitas, pero yo tenía que buscar cómo subirme. En esa época yo qué me iba a andar fijando que si el asiento, que si la altura, que si el casco. ¡No, hombre! Aprendías a la viva México. Me acuerdo perfecto que la banqueta de la casa de al lado tenía una piedra grande. Yo me subía a esa piedra, pasaba el pie por arriba de la bicicleta, y a pedalear parada para agarrar el equilibrio, y ya luego me sentaba cuando agarraba vuelo. Y para bajarme hacía lo mismo: tenía que volver a esa piedra, porque era la única que alcanzaba; la banqueta no me daba. Así aprendí.
Después me acuerdo que un grupo de amigos en patines se agarraban del portabultos de la bici, uno tras otro, en cadenita, y yo o el que fuera jalábamos a todos. Eso lo tengo clavadísimo. Y unas caídas bárbaras porque el que iba en la bici empezaba a pedalear cada vez más fuerte. Yo vivía en la Ciudad de México, en el pueblo de Santa Fe, por el mercado, donde ahora está el centro comercial Santa Fe. Todo eso eran minas de arena, y los basureros, y pues había unas subidas padrísimas. Entonces, de subida íbamos todos empujando y pedaleando, y de bajada, el que se cayera seguro se quemaba las rodillas porque nada te detenía, era tal cual. Y así fue que aprendí yo a andar en la bici.
Cuando tenía dieciocho años, me vine a vivir a Morelia. Mi padre trabajaba en Banco de México (FIRA). En aquella época descentralizan la banca, nos traen para acá, y pues yo todavía un poco en la adolescencia, de dieciocho años. ¡Para mí el cambio fue horroroso! Yo estaba ya por entrar a la universidad, entonces ya sabes: el amor de tu vida está en esos tiempos, ¿no? Y el amor de mi vida estaba en la prepa, en la Ciudad de México, donde todo es una vorágine de tiempos y demás. Y así me traen aquí a Morelia, donde me sobraba todo el santo día, donde todo era tan diferente... Fue horrible, no sabes. Salir de la Ciudad de México, donde yo apenas empezaba como el despertar de la pachanga, de las distancias, de los amigos, y venir a la ciudad de Morelia donde no conocía a nadie… yo decía: ¡esto es un pueblo!
No sé cuántos años tengas tú, pero yo me acuerdo que en ese entonces estaba de moda el X.O. Era la disco de sú–per–mo–da. Y nosotros vivíamos con mis papás por donde está el Colegio Salesiano, en Antonio de Mendoza, en la colonia Independencia. Desde ahí, nos veníamos caminando mis hermanas y yo al X.O., y salíamos del antro y nos regresábamos caminando. O sea, eso jamás en la vida en la Ciudad de México. Imagínate: de madrugada y caminando las tres loquitas a la casa, ¡y no pasaba nada! Era muy seguro. Recuerdo que mi papá nos decía cuando nos íbamos a mudar: ‘no, es que Morelia es tan tranquilo, van a estar ustedes muy seguras, no hay tráfico…’ Ahora que me muevo en la bicicleta y que el tráfico es descomunal, mi padre se ha de retorcer donde quiera que esté de saber que la ciudad de Morelia está de locos. Y es que para donde voltees, la ciudad ha crecido muy mal. O sea, de donde yo vivía, volteaba a ver a los cerros y eran cerros, pelones. Ahorita por donde le busques: volteas al cerro y ves puros centros comerciales, ves un montón de casas, ya no ves árboles.
Aquí estudié en la Universidad, aquí me casé, y ya me quedé. Bueno, no: me casé y me fui a vivir al norte, a Culiacán, pero luego me separo del papá de mis hijos y me regreso a vivir aquí a Morelia, porque aquí se quedaron mi mamá y mis hermanos, así es que aquí he estado ya desde el 2001 ó 2002, por ahí. Pero desde que me trajeron a vivir a Morelia, no volví a saber más de la bici hasta mucho tiempo después. De hecho, volver a ella fue otro gran desafío, pero ya de adulta. Ocurrió hace como… ocho años. Después de separarme y de volver de Sinaloa, tuve otra pareja que un día me dice: ‘oye, va a ser tu cumpleaños, ¿qué te regalo?’ Entonces le dije: ‘no sé, sorpréndeme’. Y un día llego a mi casa y veo en el pilar una bici Mercurio, azul, toda raspada, toda fea, y dije: ‘¿de quién será esta bicicleta?’ Y sale el otro feliz: ‘¡feliz cumpleaños!’ Y yo: ‘gracias’. El pastel, las flores… y él: ‘mira’. Y yo: ‘¿qué?’ ‘¡Pues es tuya!’ Y yo: ‘¡ahg!’ La bici había estado amarrada afuera de una tienda de materiales, y estaba toda mugrosa, llena de cemento. Así que al principio se quedó ahí, porque además era de cambios acá, de los del puño, que les tienes que atinar bien porque si no se atora la cadena. Y hasta la fecha, cuando les doy clase a las chavas y me toca una bici así, me hago la loca porque no le atino. Yo creo que es un bloqueo que me quedó. Total: todo le dolía a la pobre bici.
Pero un día volví a treparme en ella y empecé a pelearme con los cambios, y por esa época me entero de que existen los paseos de los miércoles en las noches. Entonces dije: bueno, vamos a ver qué carambas con estas gentes que no tienen nada mejor qué hacer. Y me fui sola, porque creo que era diciembre y mi pareja tenía mucho trabajo. Entonces dije: ‘ay comper, eh; tú ni me pelas, yo voy a ver qué me encuentro ahí’. Y me fui a mi primer paseo del miércoles en mi bicicleta en la que no sabía usar los cambios, y sin conocer absolutamente a nadie.
Fue todo un ritual: montar el rack, montar la bici, y ponerme todo mi ajuar bicicletero: licras, etc. O sea, yo me compré todo porque yo me la creía, ¿ves? ¡Yo era pro! Y además, ¿por qué no me iba a disfrazar yo si igual se disfrazan todos esos chamaquitos? Y así empecé a venir a las rodadas forrada con casco, tapada hasta acá, con mi licra…
Pero esa primera vez, yo estaba en el pleito con los cambios. Habíamos ido a dar la vuelta a la UTM, y nos metieron por una callecita donde hay un asilo de ancianos o algo así, y yo sin luces. O sea muy pro con mi licra pero sin luces, sin reflejantes y sin una chingada. Unos baches espantosos, subidas, todo oscuro… no te quiero contar lo mal que me fue. Y además, yo iba escuchando a los de los chalecos, que llevan sus radios, y que iban haciendo bromas y de más. Y yo: ¡pues qué se creen estos tipejos! ¡Yo peleándome con los cambios y ellos haciendo bromas! Y luego veo que se juntaban aquí en el Oxxo de la Cruz Roja, y a mí se me hacía como lo más extraordinario que alguien pudiera ir arriando a todos, porque no se me ocurre otra palabra: arriar cuatro mil gentes que empezaron a ir a Bicivilízate… cuatro mil, sí, así empezaron: eran un titipuchal de personas antes de que surgiéramos un montonal de grupos. Pero a mí se me hacían como lo máximo. O sea, sí decía: qué mamones. Pero al mismo tiempo decía: ay, son mis ídolos. Y después, cuando decían, ‘nos vamos a ir a echar la chela al Oxxo’, yo pensaba: ¡yo quiero!
Y así era todos los miércoles, hasta que un día dije: yo me tengo que meter en ese grupo. Pero mi marido por supuesto que no me creyó que yo de verdad andaba con tanta gente, y que el paseo se hacía larguísimo y terminaba tardísimo. Ya después, a él lo integré yo, pero antes no lo creía. Me decía: ‘a ver, ¿te vas a tal hora y llegas a tal hora? No te creo’. ‘¿No? Pues vamos’. Entonces fue así que él empezó a venir, y yo a averiguar cómo hacerme parte del grupo de chalecos para irme a tomar una chela con ellos, porque de verdad me parecían lo máximo. Y así empecé a conocer gente.
Primero, me acuerdo perfecto de Mauis —no sé si la conociste. En una trepada yo ya no podía: iba pedaleando así de ah, ah, ah. No podía con los cambios; no veía nada; ya no tenía para donde hacerme. Estaba a punto de mandar todo a la goma. Entonces, me acuerdo perfecto que llegó Mauis y la odié: me empezó a empujar, y lo primero que gritó fue: “¡principiante por la izquierda! ¡Abran paso!”. Y yo, ¿sabes lo que pensé? ¡Estaba enfurecida! Porque además, todo el tramo iba gritando lo mismo: ‘¡principiante por la izquierda! ¡Principiante por la izquierda!’. Así que de pronto todo mundo sabía que yo era principiante con disfraz de pro. Eso le pudo a mi orgullo… no sabes, fue lo peor que me pudieron hacer. Entonces dije: perdónenme pero no soy ningún principiante, no me van a andar exhibiendo. Y empecé a buscar cómo meterme. En los siguientes paseos, me empecé a encontrar a uno de los muchachos que amablemente me ayudó antes de la humillación pública, y un día le dije: ‘yo quiero chambear con ustedes, qué tengo que hacer’. ‘No, pues es que se tiene que abrir convocatoria’. Y yo: ‘uy pues qué importantes’. Pero yo duro y dale hasta que hicieron la siguiente convocatoria, y me invitaron.
Entonces, pues ahí voy al chisme de Bicivilízate con todo mundo. Ahí estaba Toño Godoy, que ahora ya está de Secretario en la Secretaría de Movilidad, y estaba Juan, Iván, Ana Laura, su esposo… todos los fundadores. No, no: eran así los súper guagu. En esa época había un grupo que se llamaba Nosotras en Bici. También salí con ellas, pero me parecía un colectivo exageradamente feminista. Fui un par de veces, a modo mío, y a modo mío metí mi cuchara. Me miraron con cara de tú no sabes nada de la vida, y dije bueno, mejor me voy con los de los miércoles, que están más locos y toman chela. Entonces, con Mauis hicimos química. Sí, después de mi humillación pública, nos hicimos muy buenas amigas. Y un día, Mauis contactó a Laura Benhumea, la fundadora del Colectivo Insolente en la Ciudad de México, para hacer Insolente también en Morelia.
Entonces Mauis empieza con Insolente aquí y yo a ir sus paseos. Eran rodadas no tan feministas, más incluyentes, aunque al final eran también sólo para mujeres. Yo iba así nada más como dama de compañía: Mauis hacía absolutamete todo y yo la acompañaba. Después, por azares del destino, Mauis tiene que dejar el grupo y, también por azares del destino, acabé yo quedándome con Insolente Morelia. En aquel entonces yo no sabía ni cómo trazar una ruta, no sabía las calles, no sabía nada. Pero varios se ofrecieron a ayudarme, y dije: pues yo le entro. Y así empecé con Insolente, apoyada mucho por otros y desobedeciendo a las Insolentes, porque ellas tampoco permiten hombres en sus rodadas. Insolente Colima, por ejemplo, no permite hombres a no ser que seas el esposo de alguna. Pero yo dije, ¡como por qué no! Así que soy la insolente de las Insolentes por aceptar hombres, y ellas pues ya se resignaron.
En este rescate de Insolente me clavé durísimo. De hecho, me empecé a subir más a la bicicleta porque empecé a tener ya muchos problemas de pareja, y pues en lugar de pelearme con él, yo decía: cómper, y a la bici. O sea, no te voy a matar, así que mejor me trepo a la bicicleta y adiós. Me iba a la UTM, a esa subida que me queda cerca de mi casa, hasta que las piernas ya no me daban más. Y así me la llevé. A la fecha, si me da por ahorcar a alguien, lo primero que hago es treparme a la bicicleta. Entonces empiezo a liberar todas mis endorfinas y todos mis pecados, hasta ir pensando y aterrizando todas las cosas, y después regreso en santa paz y duermo perfectamente. De hecho, para mí, la bicicleta, además de lo que todo mundo dice que es la libertad, el movimiento, el aire en la cara, es mi paz. El día que yo no me subo a la bicicleta, ando como que me falta algo. Es como si no me lavara los dientes… Sí, para mí la bici es eso: la paz.
Bueno, también soy re perrucha, ¿eh?, con los automovilistas. Yo defiendo mi carril a capa y espada. Los que hemos leído y estamos al tanto de los cambios en los reglamentos de tránsito que nos permiten usar un carril entero a los ciclistas, estamos defendiendo mucho eso, porque ya está escrito y hay muchísima resistencia de los automovilistas. Y me han pegado en la salpicadera de mi bici, y he peleado porque me pitan o se me acercan. Ahora que tenemos marcado el carril, me paro y les digo: ‘mira, aquí lo tienes, ¿no ves?” Y también me da por andar corrigiendo a otros ciclistas: que si los pedales, que si pon bien tu pie, que si pon bien tu asiento, que si tu carril, que si no te pegues a la banqueta. Soy re metiche; no lo puedo evitar. A veces digo: a ver, no voy a decir nada, no voy a saludar a nadie. Pero siempre voy así: ‘¡hola!’, ‘¡buenos días!’, ‘¡hola…!’ Y me ven como cosita rara. Pero así es: te vuelves amable, te vuelves empática. No sé, quizá también mucho es mi carácter: que soy re platicona, no lo puedo evitar. Me emparejo con alguien y empiezo a hacer plática. Por ejemplo, aquí en Morelia, es típico que los señores más grandes todavía van en sentido contrario, porque así se usaba, ¿no? Yo no sé por qué lo ven más seguro, pero así era antes: ibas en sentido contrario para que te vieran. Y yo: ‘no, señor, hágase p’acá’. O ‘no se haga tan a la orilla’.
Pero cuando llego a mi escuela, nada de perrucha… Mi escuela está en la colonia Obrera. ¡O sea, puras subidas! Por donde le busques, tengo que subir. Entonces no me maquillo tanto. Llego cara lavada, llevo mis toallitas húmedas, me seco el cabello, me lo acomodo, me pongo mi brochazo… y cuando llego, siempre es de ‘¡hola, buenos días a todas!’ Y todas en cambio llegan mentando madres porque el tráfico, porque la combi, porque les cierran la puerta, etcétera. Ah, y aparte, llego a quitarme el chaleco, aun en diciembre que hace frío. Y todo mundo: ¡estás loca! Y yo: pues no, porque entre mi menopausia y que pedaleo de pura subida, perdónenme. Y entonces mis chamacos son los más felices de todos, porque llego, cotorreo, me preguntan por mi bici: ‘maestra, ¿cómo le hace en las subidas?’ Llego con tres toneladas de endorfinas a la clase y no regaño a nadie. Bueno, si se lo merecen pues los regaño, ¿verdad? Pero llego muy contenta, y hasta la forma de regañar cambia. Y sí, sin duda: pedalear me hace mejor maestra.
La primera vez que fui de Morelia a La Villa en bici fue hace cuatro años, y fue al modo mío: de metiche. En mi búsqueda por hacer algo para evitar los pleitos con mi exmarido, me integré al grupo de Don Gabriel. Yo no lo conocía a él, pero en la página de Bicivilízate lo publicaban. Era algo así como “Vamos a Cointzio con Don Garbiel”. Y un domingo, que mi marido se la pasaba viendo la televisión, yo no tenía nada de ganas de estar viendo la televisión. Entonces trepo mi bici al coche, y: ‘¿a dónde vas?’ Pues ‘con Don Gabriel’. ‘¿Y quién es Don Gabriel?’. ‘No tengo ni idea, yo voy con él’. Y me trepé. Llego al centro, me estaciono, y bajo, por qué no, con todo mi equipo, ya sabes: mi bolsa, mi camello con tres litros de agua (¡pesadísimo!), una sudadera de algodón, mi licra. Súper pro.
Entonces llego y veo a un señor ya grande, con los ojos azul intenso, y me saluda muy amable. Y dije: ‘oiga, ¿usted conoce a Don Gabriel?’ ‘Sí, por aquí va a llegar’. ‘Es que van a ir a Cointzio’. ‘No, yo voy a ir a Urétaro, por el aeropuerto. Vamos con la peregrinación Guadalupana’. ‘Ah… No, yo voy con Don Gabriel’. ‘Ah, pues si le dijeron que ahí, ahí búsquelo’.
Y ahí estoy preguntando por Don Gabriel, y el famoso Don Gabriel por ningún lado. Y el señor de los ojos azules, que es un buen amigo ahora, un señor de setenta, me dice: ‘Pues véngase con nosotros’. Y yo ‘¿pero a dónde van?’ ‘Pues a Urétaro, por donde está la Hacienda Tzintzimeo, antes’. Y ahí va la metiche de Claudia, porque el tal Don Gabriel no llegó, ni su equipo, y regresarme a mi casa en domingo: no, gracias. Así que dije: pues vamos con los peregrinos en bici.
Son un grupo como de cien gentes, todos con sus jerseys guadalupanos. Todos los domingos van a diferentes parroquias en bici, y llegan a misa de doce, a donde vayan. Entonces pues ahí voy, sin desayunar y sin saber a dónde iba. Era mi primera salida a carretera con grupo y alguien me fue empujando a ratos. Cuando llegamos yo seguí preguntando por el tal Don Gabriel, y así me encontré a Ana Laura, una señora preciosa. La veo sentada, con su cabello blanco, muy propia. ‘Hola, buenos días. Estoy buscando a Don Gabriel’. ‘Ah, ahorita llega, yo soy de su grupo’. ‘Ah, qué bueno’. Respiré aliviada. Entonces en eso llega Don Gabriel, nos presentan, y me dice: ‘se va a integrar con nosotros para el regreso’. Y yo: ¡en la madre, ¿también pedaleando?! ¡No tenía ni idea! Bueno, total que reúne a su grupo, nos ofrecen el almuerzo, y dice Don Gabriel: ‘pues es muy poquito hasta aquí, ¿por qué no nos vamos hasta Hacienda Tzintzimeo? Si alguien que no está de acuerdo, si quiere se puede regresar…’ Y yo: pura madre que me voy a regresar yo sola. O sea, ni siquiera sé dónde estoy, cómo me voy a regresar sola.
Total, llegamos a la Hacienda Tzintzimeo y le marco a mi marido: ‘estoy en Hacienda Tzintzimeo, no sé qué hago aquí, me siento a toda madre, y nos vamos a regresar pedaleando’. ‘¡Estás loca! ¡No sabes cuántos kilómetros son!’ ‘No tengo ni idea, no sé ni con quién estoy, pero al tal Don Gabriel ya lo encontré, por eso estoy hasta acá’.
Y bueno: mi mejor y mi peor experiencia con el famoso Don Gabriel. Porque de ida, pues la emoción, la adrenalina, la bajadita… no sientes nada. Yo hasta les dije: ‘no, estoy a toda madre, está padrísimo, no me duele nada, estoy feliz’. Pero de regreso, no te quiero contar: vomité, lloré, me acalambré, me dolía todo. Y Don Gabriel me decía: ‘si te puedes quejar, puedes pedalear… Y dale… Y no te puedes bajar porque vienes en carretera’. Y yo: ‘¡ya no quiero! ¡Por favor!’. No te sé decir cómo regresé, pero cuando llegamos a Catedral, me despido de Don Gabriel con ganas de no volver a verlo nunca más: ‘¡Adiós!’ Y él, tan tranquilo: ‘Aquí la quiero ver la próxima semana’. Y yo: ‘¡Usted está mal de la cabeza!’ Y pues regresé.
Entonces empecé a salir con ellos a carretera, y un día nos dice: ‘Vamos a La Villa’, y yo, de caliente nomás: ‘pues vamos a La Villa’. De eso hace cuatro años. Esa primera vez fui siempre en barredora, y en planito o con ayuda. Me fueron empujando en esa subida gandallísima cuando sales de Milcumbres hacia San José de la Cumbre. Y en Lerma nos tocó un tormentón con granizo. ¡No sabes! Pedaleabas en el hielo, y mi rodilla ya iba deshecha… la cosa más espantosa. Yo ya decía: qué carajos hago aquí. Y de Toluca para Ciudad de México ya no llegué. Me trepé a un carro y así llegué a Ciudad de México, y dije: qué loca estoy, no vuelvo.
Pero sí volví. Seguí saliendo con los peregrinos, después me empecé a meter más en el cerro, y me empecé a fugar cada vez más en la bicicleta, a darle con todo. Yo solita me ponía mis retos, mis tiempos, y el año pasado, otra vez dije: no quiero estar en mi casa, no quiero estar en Morelia, tengo demasiadas broncas. Ya me estaba separando. ¡Pues me pinto de colores! Y me fui para fugarme de todo lo que traía. Y además dije: por qué no ahorita que estoy bien. Si me fui hace cuatro años que no podía, pues ni modo que no vaya ahora.
Desde que salimos me acomodé en punta y así me fui los tres días hasta llegar a La Villa. Es una experiencia increíble ir ahí con la gente, con la devoción de la gente, con lo que ves, con lo que hueles, con lo que oyes, con lo que aprendes de todos. Esto se hace una vez al año. Sales de Morelia el 9 de octubre a las cinco de la mañana, y llegas a Ciudad de México el 11 a las cinco de la mañana. Son trescientos kilómetros. Y además en octubre, ya te imaginas las lluvias. Yo llevaba dos impermeables, mis guantes de látex y otros guantes, desmontadores, cámaras, todo. Ya sabes: yo, pro. Pero la mayoría de la gente va con su fe y nada más. La mayoría son gente grande, gente de pueblo que va en unas bicis que todo les rechina, y si acaso llevan una bolsa de plástico para ponérsela si llueve. Y llegan.
La fe en la Guadalupana es realmente lo que mueve todo. Hasta mis amigos me decían: ‘Ah, ¿vas a La Villa? Pide por nosotros’, o ‘pide por mis hijos’. Así que ya de plano publiqué: ‘se llevan peticiones: mándenme sus pecados por inbox y yo pido perdón por ustedes’.
Y entre los pecados y las peticiones de salud del papá, de la mamá, de los hijos, ya sabes: que a mi hijo le pasó, que a mi hijo la escuela… se empezaron a acumular, y de pronto yo dije: bueno ya. O sea, ¿quién les dijo que soy un cura o qué? Pero luego pensé: por algo. O sea yo sí creo en dios pero creo en un dios de bondad, no en uno que te castiga y te culpa y te manda enfermedades y cosas malas para que entiendas. Pero con todo, yo me la creí y me fui así con todas estas peticiones. Además, toda esta experiencia, ahora que la aterrizo, sí tenía mucho que ver con mi estado de ánimo en ese momento, que estaba en pleno proceso de separación. Todas mis fibras estaban sensibles, y además ver la devoción con la que van todos esos peregrinos, que de verdad van a La Villa para pedirle a la Morena un milagro o para agradecerle, ¡con un amor!… ¡Y todo el ambiente, también!: todo el tiempo ponen canciones guadalupanas, y la gente sale a verte cuando vas pasando por los pueblos, te aplauden, en algunos lugares echan cohetes, y los niños te van chocando la mano al pasar, y te gritan: ‘sí se puede’, y ‘ánimo’, y yo llevando todas las peticiones y los pecados… es una cosa que nomás de acordarme se me eriza la piel. No te puedo explicar todo lo que me ayudó.
Además, me acuerdo que ahí por Tuxpan, me tocó ver a este peregrino en su bici sin una pierna, y dije: ay no, Claudia, si te quejas tú porque no puedes te pateo; voy a buscar a alguien que te patee. Y además traes un montón de encomiendas de personas que te dijeron: tienes que llegar a La Villa porque vas a pedir por mí, o por mi hijo, o por alguien. Y las peticiones se seguían acumulando. O sea, tenía el teléfono saturado de mensajes, así de: Claus, soy fulano de tal, puedes pedir por mi mamá que… Y yo: en la madre, ¿quién es éste? Y ¿quién les dijo que yo quiero pedir por todos ustedes, si apenas puedo con mis pecados? No inventen. Pero al final me la creí, me creí de verdad lo de las encomiendas, y dije yo tengo que llegar y pedir por todos.
Aunque la fe también se puede presentar de otras formas. Ese año iban dos sacerdotes pedaleando, y uno iba de guía, y yo por eso me puse en punta: porque vi que el cura tenía unas nalgas buenísimas. No sabes, iba con sus licras aquí, y ¡unos piernonones así!, y yo decía: ¡pero por qué me hacen esto! Y lo veía así como cuando al caballo le ponen la zanahoria para que camine, así iba yo atrás del curita. ¿No dicen que Dios tiene sus instrumentos para motivarnos? Pues a mí si no me hubieran puesto al padre, no llego. Y además, entré en punta a la Ciudad de México.
Entramos hechos la madre, rapidísimo. Parecía que llevábamos prisa para que nos perdonara la Morena. Además, estaba lloviendo y hacía un frío endemoniado. Yo entré junto con Marichui, una amiga de Quiroga que hace cuatro años me fue empujando. Yo cada vez que la veo se lo agradezco. Y este año me tocó a mí irla despertando. Porque te duermes en la carretera, te lo juro; es increíble. Yo decía: no te puedes dormir si vas pedaleando. Pues sí, sí puedes: te vence el cansancio. Es que de hecho casi no duermes. Llegas a Toluca el día anterior a las seis de la tarde, la misa es a las ocho, alcanzas a merendar algo y después medio te duermes, pero en realidad no te duermes porque a las 12 de la noche hay que estar ya listos para salir de nuevo rumbo a la Marquesa y llegar a la Basílica a las seis de la mañana. Es de pedalear toda la noche. Así que íbamos entrando y me decía Marichui: ‘me estoy durmiendo, no me dejes dormir’. Pero de pronto se me quedaba dormida cuando entrábamos por Paseo de la Reforma, y se iba de lado, y yo: ‘¡Ey, Marichui!’, y ‘¡despierta, mira, ya estamos aquí!’, y le iba cantando, le iba contando chistes.
Llegar así a La Villa es de lo más padre que me ha pasado en mi vida. Éramos un montonal de ciclistas los que llegamos, porque en el camino se van uniendo más: los de Guadalajara, los de Morelia, los de Toluca. Y todos con su uniforme guadalupano, porque si no traes uniforme te mandan a la cola. Y entra todo mundo a la Basílica con todo y su bici, pasas sobre todas las personas que están ahí durmiendo, y a nosotros nos abren una puerta especial, y pasas por debajo del manto de la Virgen. ¡Eso es una experiencia… no te la puedo explicar! Para toda la gente, después del esfuerzo, del cansancio de tres días, con toda su fe y su devoción, pasar por debajo del manto, es algo que se siente muy especial, incluso para mí, que creo en dios y en la religión muy a mi manera. Pero la gente va porque trae algo en su cabeza y en su corazón con lo que no puede, porque a lo mejor juraron un año que no iban a tomar y ese día se terminó, o no sé, por tanas cosas. Y lo sientes cuando vas entrando ahí con todos. Además, pasas rapidísimo, y yo con tantos pecados y encomiendas de todo mundo, nomás pude llegar y decir: ‘un dos tres por mí y por todos mis amigos’. Porque cómo me iba a acordar así, tan rápido, de los pecados de todos: ¡si no retengo la orina, mucho menos los pecados!
En esta experiencia, me tocó ver y pedalear con dos personas que… uno no tiene brazo y el otro no tiene pierna, y eso ha sido un verdadero aprendizaje para mí. Por eso, cada vez que alguien me dice ‘no puedo’, lo remito a ellos. A mí no me digan que no se puede andar en bici porque ellos pueden, y van al cerro, y van a carretera. Esta es de las lecciones que más tengo clavadas, y siempre se las platico a mis chavas de la Biciescuela. Porque para mí es padrísimo ver que pedaleando pueden ir en contra de sus miedos, en contra de todo lo que les dijeron, de cómo tenían qué ser y de qué cosas no podían hacer. Desde que empecé con Biciescuela Insolente hace tres años, llevo ya diez chavas que han adoptado la bicicleta, y que son un ejemplo de lo que les digo: que todas podemos.
Compartir esta historia
Redes de Clau Huerta
Colaboradores
Entrevista: Alejandro Zamora
Revisión: María Ávila
Fotografía: Fernando Tinoco y Fernando Hernández