Community Narratives
of Urban Cycling in Mexico

...siento que andar en bici sí puede ser una desobediencia muy bella. Más en una ciudad que no es ciclista donde los carros te odian

Jud Limones

Una muy bella desobediencia

Tijuana, febrero de 2022

Yo soy la más chica de cuatro hermanos. Uno de ellos, uno antes de mí, se hizo vegano cuando yo tenía siete años y por él mi familia se fue haciendo vegetariana. Yo fui vegetariana por mi familia y a los 15 años, por decisión propia, decidí ser vegana y se lo dije a mi hermano: “Oye, pues ya quiero ser vegana”. Me da mucha risa porque yo creo que se lo dije con mucha emoción y él sólo me dijo: “Ok”. Pero me dio un consejo que nunca voy a olvidar, que siempre se lo digo a todos para todo lo que hagan, y a ustedes también. Me dijo: “Okey, hazlo y si un día caes del veganismo, o si un día caes de lo que sea que estás haciendo, no te sientas mal por haber caído. No te sientas mal por haber vuelto a comer carne, porque el tiempo que lo hiciste, lo hiciste consciente. Y eso va a ser útil, porque lo hiciste para ti, no para nadie”. 

Yo quiero una fixie

Eso fue cuando tenía 15 años. Ahora tengo 34 y sigo siendo vegana. Es la relación más larga que he tenido. Después sigue la bici y después, Willy. Esas son mis relaciones: el veganismo, la bici, y ahora Willy. Siento que el veganismo abrió mi mente y me conectó a muchas personas muy bonitas. Junto con la bicicleta, es lo mejor que me ha pasado, porque me llevó a conocer más personas, me llevó a conocer más lugares, me llevó a vivir lejos. Por ejemplo, yo viví un año en Chicago pero no me llevé mi bici. Pues la mandé a pedir, porque no puedo sin ella.

Yo nací en Monterrey, el primero de septiembre del 87. Ahí viví hasta los 24 años. Me fui al DF en 2012, a mis veinticinco años, y hace dos años nos vinimos a Tijuana. Comencé a andar en bicicleta en Monterrey por un amigo de Estados Unidos que vivía allá: Luis. Él daba clases en el Tec de Monterrey y traía una fixie. Todos éramos como: “¡wow! Esa bici ¿qué onda, no? Está bien rara, no tiene cables, no pesa, se te mueven los pies.” Éramos como treinta personas, amigos en común por el veganismo y la música, y pues todos ahí como niños chiquitos: “¡préstame tu bici!” Y el vato era de casi dos metros. Yo me subía a la bici y realmente era gigante; no la podía ni pedalear.

Tiempo después, unos amigos dijeron: “oh, pues estaría chido movernos en bici”. Se armaron sus bicis fixies con pedacerías que encontraban en los puestos, en los tianguis… eran bien pesadas. Yo nada más los miraba. Porque yo vivía en Guadalupe, que es retirado del centro para andar en bici. En transporte público es una hora y en bici pues dos o tres.

Pero llegó el tiempo en que dije: “ah, yo también quiero una bici”. Y Luis fue así como mi padrino. “Yo te la armo, me dijo”. Y me armó una fixie. Era una bici pesada, pero él me la pintó y me la armó… y pues era mi bici. Para mí era “¡wow, tengo una bici!” Era una Benotto bien bonita, con un corazón abajo. Yo ya sabía andar en bici, pero nunca había usado una fixie. Mi primera vez en fixie me subí y… pues despacito, tranqui. Monterrey también es plano, eso ayuda. Y salíamos todos los veganos como cuando tienes ocho años y sales a jugar a las escondidas. Pues así: todos los veganos a andar en bici por el centro.

 

Después llegó la bici a mi vida y me regresó esta euforia que yo sentía de niña en el deporte; me hizo sentir el empoderamiento de algo que yo hacía con mi cuerpo, y esto me gustaba: que la bici me regresara eso… mi cuerpo.

Pero esa bici me quedaba grande. Yo mido uno cincuenta, así que Luis me consiguió otra ya de una calidad un poco mejor, con piezas ya no tan genéricas. A mí me quedan bicis 46, pero la Benotto era 50, por eso, cuando me consiguió una 48, era así como: “¡wow, mi bici María!” Sí, otra fixie. Ya con esa me sentí más segura.

Un día me dice Luis: “vámonos a Santa Cruz”. Y yo le dije: “no, Luis, es mucho, es demasiado”. Me dijo: “vamos, yo te llevo y yo me regreso a mi casa”. Él vivía a mitad de camino. Y pues ahí voy, del centro de Monterrey a casi Juárez. O sea, era una distancia de tres horas en bici. Y llegamos. Nos fuimos como a las diez de la noche y llegamos a las doce de la noche a mi casa. Esa primera vez que anduve una distancia larga me dio miedo cansarme. No los carros, sino cansarme y ponerme a llorar, pues. Y sí lloré del cansancio, porque veía muy lejos mi casa. Yo iba pasando cosas y decía: “Oh, ya pasé el Soriana, faltan diez minutos para llegar al Oxxo”. Pero no: en bici faltaba media hora más. Y lloré. Fue un llorar, un decir: ¿qué estoy haciendo? ¿Por qué no agarré el camión y me fui a mi casa? Y después dije: “bueno, no puedo llorar porque ya estoy aquí y el camión no me va a subir con la bici”, porque Monterrey, lamentablemente, seguía estando en el peor mundo; no existían las bicis ahí. Me sequé mis lagrimitas y dije: “no, pues voy a llegar.” Y llegué. Me aferré y llegué. Y me dije: “wow, sí pude, ¡puedo hacerlo!” Porque todavía en 2010, al menos en mi crecimiento, no existía esto del decir yo también puedo.

Construirme

El caso es que sí llegué a Santa Cruz y después ya quería andar en bici siempre. Ese día que lloré y me aferré, y que llegué a mi casa porque tenía que llegar, me dije: “yo quiero andar en bici siempre pa’ todos lados.” Después de haberme auto saboteado pensando: no, no voy a llegar, no voy a poder; después de haber visto pasar los camiones que iban a mi casa y pensar: yo podría ir ahí; después de haber hecho eso en una ciudad de coches, porque Monterrey es industrial y es de los coches… después de todo eso, pude decir: “wow, me trajeron mis piernas a mi casa. ¡De noche, en una bici casi casi hechiza, con una cultura que no tenía inculcada —el moverte en bicicleta—, y me trajeron mis piernas a mi casa!” . A partir de ahí le decía a Luis: “ey, voy al centro, me voy a ir en la bici.” Y Luis como: “okey, con cuidado, voy por ti”. Y yo: “no, yo puedo”.

Ahí fue donde empecé incluso a construirme como persona, y a decir: yo puedo, yo puedo hacer esto, yo puedo cargar un garrafón, yo puedo… y no tanto por el feminismo y el machismo, sino por el hecho de decir: “es que yo también puedo”. Porque siempre están estos limitantes de: ah, estoy chiquito, no puedo; o ah, estoy grandote, no puedo. Y los limitantes que te ponen tu familia o la sociedad. Empezaba a ver a Luis en su casa, y luego más lejos, hasta que ya me iba sola al centro y volvía. Entonces me comencé a ir a la universidad en bici. Yo estudiaba en Mederos, que es otra tirada más larga y con un cerro, el Cerro de la Silla, que tenía que rodear con cuarenta grados, sol y mochila. 

Mi mamá nos inculcó mucho el deporte; siempre hicimos deporte en mi casa. Yo hice lucha grecorromana en la adolescencia, canotaje, atletismo. Me gustaba el cansancio, me gustaba sentir el sudor, sentir rojito. Cuando entré a la prepa, dejé la lucha y me dediqué a estudiar porque mi hermano mayor me dijo: “ey, deja de jugar, tienes que crecer”. Ojalá me hubiera aferrado a jugar como a la bici: me hubiera quedado en el deporte y tal vez otra historia hubiera sido. Pero me dediqué a la escuela. Después llegó la bici a mi vida y me regresó esta euforia que yo sentía de niña en el deporte; me hizo sentir el empoderamiento de algo que yo hacía con mi cuerpo, y esto me gustaba: que la bici me regresara eso… mi cuerpo.

Antes de esa primera vez no estaba en mí el “yo puedo”. El “yo puedo” vino con esa primera vez de transportarme una distancia tan larga, y se empezó a extender: yo puedo andar sin frenos en una fixie. Luis me decía: “ponle un freno”. Y yo: “no, así”. Porque yo quería andar sin freno, porque qué oso traer una fixie con freno. Ese era mi pensamiento antes, si me lo preguntas ahorita, te diría: “sí, ponle freno porque nunca sabes lo que va a pasar”. Después, el “yo puedo” vino para tatuar. Yo solo veía hombres tatuando, y decía: “oh, está bien chido lo que hacen,” pero nunca pensé que yo también podría. Y sí batallé mucho y todo, hasta que un día dije: sí puedo hacerlo. 

 

D F

Esto llegó también cuando en 2012 un día le dije a mi mamá:

—Ya me voy. 

—¿A dónde?

—Al DF

—¿Cuánto tiempo?

—No sé… Ya me voy.

—Ok, cuídate mucho.

Me fui a vivir al DF con mi mochila, 500 pesos y mi bici. Vendí todo lo que tenía o lo que puede vender, y me fui. Y es que también me había dado cuenta: yo puedo salirme de mi casa. Claro, no pagaba una renta porque mi hermana me hospedó un tiempo, pero pagaba mi comida, pagaba todo lo demás, y sobreviví.

Para mí el DF era como estar en Nueva York. Era así como: “wow, bicis, ciclovías, limpio, árboles, flores, metrobús”. Ya había ido antes, pero el hecho de saber que yo vivía en ese lugar me emocionaba y me emocionó hasta el último día que viví ahí. La gente no me lo puede creer, pero para mí DF creo que fue mi salvación en mi crecimiento como persona. Recuerdo que en Reforma con Insurgentes yo estaba esperando un alto y me alcanza un chico con una fixie, me dice:

—Hola.

Y volteo: 

—Hola.

—Qué bonita tu bici.

—Gracias.

—No eres de aquí.

—No, soy de Monterrey.

Total, nos hicimos amigos. Era mi primer amigo en bici en DF. Jaime. Y él me presentó a toda su comunidad ciclista. Para mí fue así: encontrar oro en la ciudad. Me presentó a sus amigos ciclistas, que son una tribu en DF que se llama Terremoto Crew y pues ahí hicimos amistad. Jaime se volvió muy cercano y siempre recurrí a él. 

Falleció hace siete años, en la bici, haciendo lo que más le gustaba.

 

Es bien satisfactorio cuando a los amigos les conoces el pedaleo

Derivados de la bici, también hice amigos veganos que se fueron sumando. Los amigos siempre comienzan por las rodadas. Por ejemplo, Bicitekas. Hasta que te haces tu grupo de amigos y ya no planeas una rodada, solo dices: “vamos a comer”. Porque para los veganos siempre es ir a comer. No sé por qué, pero cuando tu alimentación es vegana siempre quieres ir en bola a comer. Tal vez porque no hay tanta comida, entonces te organizas. Y era así, como: “vamos a ir a los tacos de la Narvarte, de la San Rafael a Narvarte”. Y así nos mensajeábamos, y de repente ya éramos quince, veinte, yendo a comer tacos en bici. O que “vamos a Chapu a hacer picnic”. Y ahí vamos todos. Y así, siempre en bola. Cuando alguien no traía bici pues andaba en su skate o patines o lo que sea, pero en bola, en dos ruedas o cuatro, siempre en bola.

Es bien satisfactorio cuando a los amigos les conoces el pedaleo. A mí me gusta mucho observar eso. Siempre me gusta ir atrás cuidando, siendo la persona que protege. Me di cuenta de que me gustaba observar y entonces siempre voy atrás para observar a mi bola ciclista, y entonces ya sé cómo va a frenar alguien, cuándo va a frenar, cómo se me va a meter. Y eso se me hace algo mágico. Como que los lees, y vamos como pececitos todos.

En cada ciudad en la que he estado he ido encontrando comunidades y todas han sido diferentes. La de Monterrey era como tierna, a pesar de que la mayoría eran hombres. Era tierna, era fraterna. La de DF eran mayoría hombres, muchísimos más hombres, y era respetuosa. Les aprendí mucho, pero yo me protegía todo el tiempo, era como: sí, eres mi compa, hombre o mujer; sí, te aprecio; sí, me enseñas mucho, pero yo siempre me ponía una protección bien grande a pesar de que la ciudad me gustaba. La gente me ponía en alerta. Y a Tijuana llegué con esa alerta, que hoy en día me la he estado quitando porque la gente es diferente, y mi círculo, mi red ciclista, ahora la mayoría son mujeres. Hombres son cuatro o tres. Y se siente bien porque yo estaba acostumbrada a rodearme con hombres y me gusta porque aprendes cosas diferentes, pero, de repente, llegar con tu amiga y decir: “ay, tengo cólicos, no sé si puedo andar en bici”, es como wow, tiene cólicos, yo también tengo cólicos, y es como: bueno, vamos despacito.

 

Pedalear y tatuar

Por la bici también conocí a un amigo del DF que tatúa y que me despertó el querer hacerlo. Se llama Fer. Yo veía que viajaba a Canadá en bici, y yo también andaba en bici y viajaba. En Chicago, la gente me decía: “deberías tatuar porque dibujas bien bonito”. Me voy a Chile y, estando allá, me prestan una bici y me llevaban a un estudio porque conocían a alguien que tatuaba. Y ahí fue cuando me dijeron: “es que deberías hacerlo porque puedes vivir de esto y viajar y te gusta andar en bici.” Y como que reafirmó todo lo que yo venía arrastrando dos, tres años atrás. Un día dije: pues sí, por qué no. Compré mis cosas y comencé a tatuar. Era raro porque la verdad lo hacía mal. No quedaban feos, pero como yo soy muy exigente con mi persona, yo sabía que me faltaba mucho, pero la gente quería tatuarse. Fue un camino largo, pero esa fantasía que tuve en 2009… tal vez 2010, se cumplió en 2015, cuando comencé a tatuar en bici. Comencé a moverme en mi bici con mi mochila con mis cosas. Tatuaba a domicilio, en casa. Tú hacías tu cita y yo iba a tu casa. Iba con mi mochila roja y una lámpara que me salía aquí al hombro. Con esta bici, con mi fixie. Y ya, pues yo creo que a la gente se le hacía curioso verme porque no llegaba en un Uber, no llegaba en metro. Llegaba en mi bici. Me limpiaba el sudor y me cambiaba, porque tenía que ser higiénico. Y así estuve un tiempo trabajando en mi bici, tatuando.

Desobedecer

Cuando ando en la bici siempre voy viendo todo. Está bien raro porque tendrías que ir viendo para enfrente, ¿no? Pero al menos a mí la fixie eso es lo que me ha brindado. Literal, voy viendo todo; mis ojos se hacen 360 grados. Cuando veo algo curioso que me llama la atención, me regreso, cuando traigo cámara me bajo, cuando no, uso el teléfono, y si no, regreso en otro momento. La bici me ayuda a explorar lugares para retratar personas. A mí me gusta más retratar personas que lugares. Tengo una secuencia de fotos que algún día puedo exponer. Se llama la belleza de la desobediencia, y son retratos de personas regulares, de personas que un fotógrafo o tal vez ellas mismas dirían: “ay, no, yo no soy bonito”. Y no por el estigma del bonito y el feo, sino porque tal vez nadie las retrata. Es bello desobedecer también. Yo desobedecí muchas veces. Tal vez lloré, tal vez no, pero aprendí algo. Y entonces comencé a retratar a muchas personas del ciclismo, de las calles, de mis viajes, de la bici, porque la bici me conectó con todas esas personas que yo he retratado.

 

Yo siempre en fixie. Así empezó mi vida ciclista: en fixie. Y hasta la fecha. El Willy apenas me regaló una bici de montaña para Tijuana porque realmente en Tijuana andar en fixie es ridículo. Pero yo siempre agarro la fixie, ya por inercia. Es mi chip. Y creo que ahí me voy a quedar. Me gustaría quedarme ahí porque me exige movimientos que inconscientemente yo necesito. Me exige sacar fuerza, concentración y pericia. Como no tengo nada más que mis piernas y mi bici, tengo que estar muy concentrada en todo lo demás, y cuando voy en una de cambios o con frenos, siento que voy tan relajada que me da más miedo porque mi cuerpo está relajado. Me da más miedo andar en la calle con algo con frenos que sin frenos. Voy en la fija y voy viendo si el niño corrió, si el perro, si el camión, si el señor, lo que sea que se atravesó. Comenzó mi vida así, mi vida ciclista, y no ha parado. Y así me veo. Si llegó a la vejez, sí me veo como una viejita andando en bici, en fixie. 

'¡Cállate! ¡Tú estorbas más!', les grito.

En mi vida sí veo a la bici como una desobediencia porque primero me hace sentir libre. Y vivir en este mundo, o en México, o donde quieras… no siempre eres libre. Porque siempre tienes que estar condenado a algo: a un trabajo, o a una renta, o a lo que sea que te condena tu propio sistema. Entonces me hace libre, me hace sentir el aire, me hace cansarme, me hace pedalear tal vez agresivo, tal vez meterme entre los carros… que el carro ha de decir: “ay, maldita loca”. Pero yo sé lo que está pasando porque genera una pericia buena. El Willy me dice: “cuidado” y yo no, o sea, gracias por cuidarme, pero yo puedo hacerlo. Yo no sé, como que te salen ojos por todos lados en la bici. A mí. No sé si a todas las personas, pero yo siento eso, que puedo ir así. Y lo tengo controlado. Yo no sé el carro, claro, a lo mejor un carro algún día va a venir y… que no pase… pero tal vez sí me va a salir por ahí, pero yo sé reaccionar a eso. 

Y sí, siento que andar en bici sí puede ser una desobediencia muy bella. Más en una ciudad que no es ciclista donde los carros te odian. Yo odio que me digan cosas. “¡Cállate, tú estorbas más!”, les grito. Y me da una rabia porque cómo algo tan noble, que ayuda para muchas cosas —para ser feliz, distraerte, hacer ejercicio, no contaminar, tu economía, etcétera—, pueden tratarlo tan mal, con odio. O sea, que tu emoción se vuelva una tristeza y tal vez la dejas de usar. Desafortunadamente, me han pasado muchas cosas en la bici. No de accidentes, pero sí experiencias malas. Afortunadamente no he desistido, no he dejado la bici como transporte. Te digo que tú en la bici ocupas resistencia. Y en el veganismo y la comunidad, pues también hay resistencia.

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Colaboradores

Entrevista: Alejandro Zamora y María Ávila

Redacción: Mónica Díaz García

Revisión: María Ávila y Alejandro Zamora

Fotografía: Alejandro Zamora

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