Jorge Humberto Flores
A mi ritmo
Morelia, Michoacán, Café La Guarecita, 8 de agosto de 2019.
Yo nací en el 62. Toda mi infancia la viví en un pueblo muy pequeño, entre huertas de guayabos, el cultivo de la fresa, y muchas hortalizas. Nuestra vida era un poco de campo, y en ese sentido la bicicleta era nuestro único medio de transporte. A pie y en bicicleta. Eran otros años.
Jacona está cerca de Zamora —que realmente es la ciudad que más se conoce. De ahí son mis abuelos y la familia de mi madre. Tengo muchas raíces importantes en esta población, porque ahí forjé mis primeras experiencias; ahí leí mi primer libro, y eso empieza gracias a que mi abuelo tenía una biblioteca muy pequeñita, muy modesta. Él era el único boticario del pueblo, entonces era como el médico de la población y ayudaba a mucha gente. Gracias a él, y a que había libros, pude leer. Mis primeros libros fueron de Mark Twain: me eché todos los de Huckleberry Finn, y Tom Sawyer. La vida te da opciones, porque ante esa cerrazón económica, pues yo era un chavito de primaria leyendo a Mark Twain, y con bicicleta.
Zamora y Jacona están muy cerca, pero hay una condición: Zamora tiene un nombre español, es una ciudad establecida y fundada por españoles, y al lado está una ciudad prehispánica, que es Jacona. De hecho, su nombre se escribía con “X”, “Xacona”. Después se mexicanizó y se escribió con “J”. Pero siempre había una cuestión de desigualdad entre Jacona y Zamora. A esa edad ves el fenómeno y no lo entiendes, pero ya ahorita, con el paso del tiempo, dices: bueno, esa desigualdad era por esa condición original que se respiraba en el aire, y aunque sabías que ahí estaba, nadie hablaba de eso, era como un tabú.
Mi padre pues se dedicaba a varias cosas: primero fue empleado del antiguo Banco de Zamora. No sé si lo conociste. Y de ahí se movió a un negocio de bienes raíces, y cuando vendía los terrenos necesitaba ayuda para hacer las letras. Nosotros le ayudamos a hacerlas. Para cada terreno debíamos rellenar los datos con máquina de escribir y toda la onda, y luego había que ir a cobrar, y como nosotros teníamos las bicis, mi papá decía: “ah, pues se la pasan haciendo recorridos en la bici, mejor que se pongan a cobrar.” Y nos pusimos a cobrar.
Imagínate, dos chavitos en bicla: uno se iba para un lado del pueblo, otro se iba para otro, cobrando las letras de los terrenos que la gente compraba en Jacona, en los nuevos fraccionamientos, hacia donde estaba creciendo la ciudad en ese momento. Imagínate unos niños cobrando una letra. Teníamos como diez o doce años cuando mucho, y los compradores nos daban la lana… Pero eran otros tiempos.
Ahora que veo la de Stranger Things, yo tenía una bicicleta como esas que parecían un poco más chopper, como de biker; que traían el asiento largo donde podía caber otra persona atrás. Y pues como ya trabajábamos con mi padre, mi tía dijo después, “bueno, vamos a ocuparlos también,” y entonces luego de que cobrábamos las letras, nos poníamos a repartir bolis.
¿Te acuerdas de los bolis? Unos cilindritos de plástico con un líquido de sabor; les hacías un hoyito con los dientes, y ya, te lo tomabas. Mi tía tuvo problemas en su matrimonio y se puso a hacerlos y a venderlos a las pequeñitas tiendas de abarrotes. Nosotros éramos los repartidores. Se lo agradezco a mi tía y a mi padre, porque nos dieron esa cultura del trabajo, que finalmente, era nuestra cultura de la bicicleta.
No me acuerdo exactamente cuándo aprendí a andar en bici, porque mi padre no nos enseñó, y a lo mejor también eso lo agradezco porque tengo una cultura autodidacta: aprendí viendo a mi hermano. Es al contrario de mi caso, porque yo enseñé a mis hijas a andar en bicicleta, y ellas lo recuerdan. Eso para mí es más significativo: ellas ya tienen un recuerdo en el cuál yo las enseñé a andar en bici. Una de mis hijas recuerda que ella iba pedaleando y pensaba que yo iba atrás deteniéndola, pero yo ya la había soltado hacía rato. A la más grande le compré una bici y se aventó toda su universidad así.
Yo nací cerca de todos los movimientos importantes del 68. Era muy pequeño, pero ya estaba en el aire toda esa onda de los sesentas. Vamos, te estoy hablando del gobierno de Díaz Ordaz y de Luis Echeverría Álvarez: las devaluaciones, el dólar a 12,52, el halconazo, el 68. Me tocó ver en la televisión de mi abuelo el alunizaje, en blanco y negro. Está en mis memorias. Los sesentas eran una época en la que México estaba completamente desconectado. En la prepa, empezaba a escuchar a David Bowie, pero en ese tiempo, era muy complicado conseguir ese tipo de música. No podías conseguir discos porque no había forma; a veces sí íbamos a comprar música a ciudades como México o Guadalajara, por supuesto, y si no, los cuates que iban a Estados Unidos traían discos y te juntabas con ellos a escuchar música. Era todo un fenómeno muy propio de México en esa época.
Vine a Morelia para estudiar la universidad, después de la secundaria en Jacona y la prepa en Zamora. Llegué aquí en los años ochenta. La carrera de arquitectura se acababa de abrir hacía un año o año y medio. Yo me salí de mi casa para vivir aquí con un grupo de amigos. Al día siguiente de salirme, ya era mi bronca hacerme de comer; que eso también lo agradezco muchísimo. La facultad ya estaba en Ciudad Universitaria y yo vivía tan cerca que a veces iba caminando, pero usaba la bici para otras cosas. Tenía una bici amarilla, Benotto, de esas que eran más de pista, muy utilizadas en la época de los setentas. En Zamora y Jacona había y hay bastante más cultura ciclista como medio de transporte y trabajo. Aquí en Morelia, en esa época no había mucha gente que se moviera en bicicleta; éramos pocos, muy pocos.
Las primeras clases las di en el 88, y empecé en una universidad privada, en La Vasco —hoy en día soy profesor de la Universidad Michoacana. La Vasco no estaba en Santa María (de hecho, ese campus nuevo lo diseñamos nosotros con el antiguo director). En ese momento, la facultad estaba por el actual Star Médica. Yo llegaba con mi bici y la amarraba con la cadena en un espacio debajo de la escalera, pero a pesar de que ningún otro profesor llegaba en bici, la mía no era una bici solitaria: estaba junto a la del intendente y la del poli. Muchos años después, me enteré de que por eso los estudiantes no me bajaban de panadero. Y ¡qué bien!, porque se sigue vinculando con una condición de trabajo. La bici traía un estigma.
El coche fue un intruso incómodo en mi condición de ciclista. Para mí la bici como medio de transporte fue un proceso natural: desde que terminé la carrera, me iba a trabajar en mi bici. Trabajaba en una constructora, y me movía en mi bici amarilla. Había una conexión natural entre bici y producción, o trabajo. Ya después, me compré un coche, más por insistencia de mi esposa (acabamos comprando un vocho). Pero mi condición de ciclista siguió estando ahí, siempre, y ya ahora me muevo casi completamente en bici.
¿La diferencia en mi experiencia de la ciudad? Pues andar en la bici te da una visión de la ciudad muy diferente que andar en coche. Ahorita lo veo con la perspectiva que me permite la edad, porque finalmente la bici te brinda muchas cosas que el auto te quita. En coche vas en una cápsula, desvinculado de lo que está sucediendo afuera, hasta puedes poner tu música. Digo, en la bici también la puedes traer, pero vas más en contacto con tu entorno. Aparte, se vincula la bici con las clases populares, y por eso, como parte de nuestra cultura clasista, quienes andan en bici son estigmatizados. En eso también el coche te está quitando algo como persona y como sociedad: en bici te sumas a la gente trabajadora, y si te encuentras a otro ciclista, pues lo saludas o pláticas. Siempre pasa. Eso a mí se me hace genial: esta condición de solidaridad entre ciclistas. En un auto, pues te la van mentando.
¿Por qué la solidaridad? Mira, yo nunca lo he podido explicar, pero es algo que se da. Un rato estuve yendo al cerro, y en el camino siempre había pinchaduras u otros problemas, y no tenías bronca en dejarle tu cámara a un cuate que ni conocías, o hasta tu herramienta, y luego esta misma persona te buscaba para regresarte la herramienta. Así es.
Y finalmente, esa condición me llevó más a entender que la bicicleta es un buen aliado para fortalecerse y cuidarse en el día a día.
Claro, el no querer usar el coche es casi una cuestión de principios, pero también de placer. Y también tiene que ver con algo que me marcó: a mí me dio un infarto, andando en bicicleta.
Íbamos con mi esposa de regreso de un restaurante, aquí en el centro. Era jueves santo, un jueves de asueto. Íbamos subiendo por la curvita esa de la calle del Star Médica, y empecé a sentir una palpitación, una arritmia, y dije: bueno, siempre que vas subiendo, pues sientes el esfuerzo, y sientes que el corazón está trabajando. Pero esta vez no se bajó la arritmia. Entonces llegué a mi casa en la bici…y de allí al hospital. Llegué caminando a urgencias, pero de pronto, como que se reseteó… y me desperté al día siguiente… y dije: mira, está chingón el día para ir a correr ahorita, a ver si me dan de alta.
Pero no, el proceso iba a ser largo. En un principio, el doctor en Morelia me dijo que ya no podría volver a subirme a una bicicleta. Y dije no, eso no puede ser así. O sea, ¿qué necesito hacer para poder volver a subirme a la bicicleta? Sí, quizás a otras personas eso las hubiera llevado a dejar la bici, pero para mí fue todo lo contrario.
Tuve que ir todo un año a rehabilitación a la Ciudad de México para poder continuar con mi vida, porque después de eso como que estás viviendo horas extras, y el poder subirme a la bici era lo que más extrañaba. Hasta en las sesiones con el psicólogo —porque la rehabilitación incluye nutriólogo, psicólogo, cardiólogo, un terapeuta físico, y muchos especialistas que te ven de diferentes ángulos— siempre salía la bicicleta; siempre hablaba de cómo extrañaba el andar en bici. Eso y el poder jugar con mis hijas. Cuando llegué a la rehabilitación física, vi que era una rehabilitación en bici estacionaria, y dije no, pues ya llegué al paraíso. Usé la bici estacionaria, caminé y corrí en la banda, hasta que pude andar otra vez en bici. Y finalmente, esa condición me llevó más a entender que la bicicleta es un buen aliado para fortalecerse y cuidarse en el día a día.
Ahora voy a mi propio ritmo. Ya entendí que la enfermedad es una condición, que es parte de tu vida misma. O sea, la tienes que llevar y la llevas contigo. Pero la bici me ayuda a estar atento a lo que me está pasando, a tener más autoconciencia, más sensibilidad a los cambios. Por eso yo prefiero ir a mi ritmo, en lugar de salir corriendo, o de agarrar el coche agitado. Esta experiencia me sirvió para pacificar muchas cosas, y la bici permitió que esos procesos entraran de manera más natural a mi vida. Es un poco eso: en la bici cambias tu ritmo de vida. Y aparte, pues sí, es muy rico.
También siento que la bici es una actividad productiva. Para mí, está muy vinculada con mi trabajo: llego al despacho en bici, y como el despacho tiene una alta rotación de arquitectos jóvenes, siempre uno o dos se van de ahí evangelizados y con bici. Mi activismo es así: a escala pequeña, personal. Y a la universidad, pues la bici me ayuda a llegar acelerado. O sea, acelerado bien: yo llego en la bici a las siete de la mañana y pues ya voy como 10 kilómetros adelante de los chavos, que llegan todos dormidos, lagañosos, o de malas. Lluvia, frío o lo que sea, tú llegas en bici y te sientes bien, con muy buen humor.
También una de las cosas que a mí me queda muy clara, es que en la bici los sentidos los traigo pero así, mira: súper al tiro los sentidos. El sentido de la vista, el oído, el olfato… y el tacto, pues a través de la bici vas sintiendo las superficies, el ambiente, todo, ¿no?, si están bien, si están mal… tú vas leyendo la ciudad.
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Colaboradores
Entrevista: Alejandro Zamora
Redacción: María Ávila
Revisión: Alejandro Zamora
Fotografías personales: archivo familiar de Jorge Humberto Flores
Fotografía stock: Marían Amuchástegui