Guest chronicle
Tres ciclos de la vida
Sylvain Provillard
I. Metz, Francia, Verano 2021
Estoy de regreso en Francia. El viaje desde Morelia fue largo, pero la alegría de ver a los míos y pasar dos meses de vacaciones en mi país de origen eclipsan mi cansancio. Llego frente a la casa de mis padres. A pesar de los dos años sin vernos, les saludo de lejos, con la sana pero dolorosa distancia, sin los dos besos que acostumbramos darnos.
Entro. Subo al cuarto, dejo mis maletas. Instintivamente me dirijo hacia las repisas llenas de mis libros: recuerdos de lecturas y novelas todavía por leer. También maquinalmente, vuelvo a bajar las escaleras y abro la puerta que da hacia la cochera. La bicicleta sigue en su lugar, polvosa y con los neumáticos desinflados. Una bici de montaña rudimentaria que mi hermano compró hace unos 15 o 20 años, pero que ahora considero mía: soy el único que la usa, durante mis esporádicas estancias francesas. Mis libros y mi bici: las dos cosas que me hacen sentir que la casa de mis padres también es un poco la mía.
Mis libros y mi bici: las dos cosas que me hacen sentir que la casa de mis padres también es un poco la mía.
Saco la bici al patio, la limpio. La volteo y checo las llantas. Echo aire. Veo que la rueda trasera está un poco descentrada, los frenos rozan ligeramente la llanta. No importa, luego trataré de tensar unos rayos y enderezarla. Me pongo el casco y me voy. Sin rumbo, nomás por el puro placer de pedalear. Tomo ciclovías en avenidas, ciclopistas a lo largo del río, caminos de tierra y piedra, calles de asfalto y adoquín.
Sin duda, la alegría de subirse a una bici está vinculada con la sensación de libertad que cualquier niña o niño descubrió durante su infancia al andar en una. Tengo el recuerdo visceral de aquel día mágico en el cual se extendieron mis horizontes, cuando la velocidad creada por mis pies hizo que el mundo conocible se multiplicara por cinco, diez, veinte.
Tenía siete u ocho años. Mis padres me dejaban salir solo a dar vueltas en bici, con una sola regla: quedarse dentro del parque del multifamiliar de Saint-Étienne donde vivíamos. El día que traicioné su confianza fue cuando un amigo me propuso: “¿Qué tal si nos salimos un poco?” Y, sin pensarlo mucho, nos fuimos rodando en las banquetas. El miedo nos ralentizaba, la exaltación nos aceleraba. Llegamos pronto frente a un cementerio. Apresuramos el paso. Dos minutos después, estábamos en un parque lleno de caminos tortuosos, árboles escalables y promesas de juego. Estaba a un kilometro de mi hogar y había encontrado el paraíso.
Hoy, al igual que aquel día, adapto mi velocidad según el lugar, según mis ganas o mis instintos. Pedaleo rápido para sentir el esfuerzo de mi cuerpo y la embriaguez de la velocidad, para olvidarme. Luego bajo la velocidad y presto atención al entorno, a la gente y sus movimientos. Incluso bajo de la bici, camino con ella a mi lado, disfrutando de un nuevo ritmo, de nuevas sensaciones.
Unas semanas después me doy cuenta del placer profundo y orgánico que encontraba al rodar. En un día lluvioso, tuve que ver a un amigo en el centro, a unos 6 kilómetros de la casa. No paraba de llover. Mi padre me ofreció su coche, pero rechacé inmediatamente la oferta. Me llevé un impermeable y un pantalón en la mochila para cambiarme después en casa de mi amigo. Quería sentir la lluvia. Escogí, de alguna forma, la libertad sobre la comodidad.
Escogí, de alguna forma, la libertad sobre la comodidad.
II. Florencia, Italia, agosto 2018 – mayo 2019
En Florencia, mi mujer y yo nos convertimos en ciclistas de verdad: la bicicleta era nuestro único medio de transporte. Ir al trabajo, hacer compras, pasear a la largo del río Arno, ir a una fiesta al otro lado de la ciudad y regresar a las 3 de la mañana, todo lo hacíamos en bici. La bici, cuando se usa cotidianamente, se vuelve como una extensión de uno.
La bici, cuando se usa cotidianamente, se vuelve como una extensión de uno.
La bici formó parte de mi rutina: conocía la bici de memoria al igual que cada adoquín, cada bache, cada semáforo (y su duración exacta) y cada calle que me llevaba diario de via Luca Landucci a la escuela ubicada en el centro. Fue, de alguna forma, un proceso de domesticación simultanea: domesticar la bici, una bici de ciudad sin velocidades, y domesticar la ciudad. “Solo se conocen bien las cosas que se domestican”, decía el zorro del Principito. Creo poder decir que conozco Florencia. He creado un vínculo con esta ciudad, un vínculo que se hizo más fuerte y más amplio por el hecho de andar en bici.
Hacer bicicleta en Florencia fue también una prueba de fuego: dos veces choqué contra la puerta de un coche y terminé tirado a la mitad de la calle. Nada grave y nada extraordinario: sin duda uno de los accidentes más comunes para los ciclistas urbanos. Desgraciadamente, los italianos todavía no hacen como los automovilistas holandeses que abren la puerta con la mano derecha para así checar el ángulo muerto. A pesar de las caídas, no habría cambiado mi bici por ningún otro medio de transporte.
III. Morelia, México, 2004 – ahora
Nunca he andado en bici en Morelia. Ahora me pregunto porqué. Cuando vivía en el centro caminaba mucho, tomaba una combi cuando era necesario. Ahora que vivo en las afueras de la ciudad, podría andar en bici para ir al trabajo o hasta el centro. Incluso tuve una bici durante mucho tiempo: nunca la usé. Terminé por regalarla a alguien que realmente la necesitaba.
Si bien la bici es instrumento de libertad, se necesita también paz para disfrutar los viajes. Me di cuenta de que las ciudades que dan preferencia a los peatones y ciclistas son más pacíficas. Hay menos agresión sonora, menos violencia verbal y física, menos accidentes. Nunca he visto a dos ciclistas gritar e insultarte, ni en la hora pico de Ámsterdam, cuando las ciclovías se vuelven autopistas atiborradas.
En Morelia, por lo menos donde vivo, hacer bici es un reto y un peligro. ¿Será cobardía la mía? Quizá, pero siento que prevale la sensación de inseguridad a la de libertad. Por eso admiro a los acróbatas que pilotean su bici sin miedo como si anduvieran haciendo ciclocrós, esquivando motos y coches, topes y baches. Ojalá estos valientes se vuelvan pioneros de una ciudad con menos coches y más bicis. Sin embargo, la construcción inexorable de puentes y carriles para coches amainan mi optimismo.
Me hace falta moverme en bici. Por eso me tengo que quitar el miedo. Tengo que atreverme a tomar la bici y reconquistar territorios. Extraño pasear en bici con mi mujer los fines de semana como lo hacíamos en Italia
El próximo domingo, nuestros vecinos nos prestarán sus bicis. Iremos al centro a disfrutar el viaje, a vencer nuestros medios, a retomar esa forma de libertad.
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Sylvain Provillard
Sylvain Provillard nació en Besançon, Francia en 1980. Vive en México desde el 2004. Es profesor de francés, inglés e italiano en la Universidad Latina de América en Morelia. Cinéfilo más que otra cosa, llegó a escribir críticas y dirigir filmes. Le gusta los experimentos literarios del Oulipo y autores tan diversos como Alain Damasio, Boris Vian, Francis Scott Fitzgerald, J.D. Salinger, Leonardo Padura, Robert Musil, Jorge Luis Borges y Louis-Ferdinand Céline.