Guest chronicle
Mónica Díaz García
Un ancla a mí misma
Cuando veo mi bicicleta recargada en la pared, apoyada en un lado del manubrio, pienso en lo maravilloso de un objeto tan sencillo que logra llevarme tan lejos. Me gusta mucho poder llevar la bici con una mano, caminando; saber que solo basta recargarla en mi cadera para que se sostenga a mi lado, o que estará detenida entre mis piernas mientras esperamos que pase el tiempo. Y claro que lo mejor no es eso: lo mejor es lo que pasa cuando me subo en ella y pedaleo. Según una aplicación de mi teléfono, he pedaleado al menos 2000 km desde el 2018, pero hace mucho que dejé de registrar mis recorridos porque la batería de mi celular cada vez dura menos. Mientras tanto, la bici no se acaba, aunque se desgaste con el uso.
Ahora me pasa que, si llevo un par de días sin subirme a la bici, empiezo a echar de menos el pedaleo, el movimiento. Muchas veces, cuando tengo que empezar la jornada temprano, cuando he tenido días largos, cansados, pero tengo que salir, siento flojera, deseo de quedarme un poco más en cama, calientita; el sueño me gana mientras termino mi desayuno y Pimienta, mi gatita gris, se arremolina en mi regazo invitándome a quedarme en casa. Entonces tomo la bici, mi principal medio de transporte, me subo tan tapada como considere necesario, y empiezo a pedalear. Toda la disposición cambia, la flojera se va, abro bien los ojos y observo, siento el ambiente y comienzo a disfrutar mi día.
La bici me hace eso: me llena de alegría, de energía. Mucha gente dice que las distancias que recorro son demasiado largas. Sin embargo, a mí me hace feliz cada vez que tengo un destino lejano porque eso significa más tiempo sobre la bici. Ahora vivo en el norte de la ciudad, mientras que mamá y papá viven al sur. Poder recorrer esos 14 km que nos separan es una alegría inmensa, incluso con el hecho de que el regreso esté de subida y se sienta pesado.
Tengo vagos recuerdos de cuando mi papá me enseñó a andar en la bici sin rueditas. En general, mi memoria de largo plazo es mala. Muchos recuerdos de mi infancia están demasiado escondidos en mi ser, pero hay algunos que asoman, como imágenes muy claras, y me muestran un pedacito de ese tiempo tan bello de mi existencia. Las escenas en las que empecé a usar una bici sin rueditas son algunas de esas imágenes. Recuerdo la bici amarilla con azul, en una explanada de la unidad deportiva Mario Vásquez Raña. Ese rectángulo de pavimento estaba pintado como si fueran las calles de una ciudad, y mi papá y yo estábamos solos, mientras aprendía a encontrar el equilibrio de la bici a dos ruedas. No puedo recordar cuánto tardé, si mi papá tuvo paciencia o no, solo sé que aprendí con esa bici, me enseñó él y sucedió en el norte de la ciudad.
En esos años aún salíamos a las calles a jugar, a andar en bici, con mi hermano o con mi primo el más chico. A veces incluso usaba la patineta de mi hermano mayor, pero la bici era mía. Alguna vez nos fuimos más allá de la cuchilla que esta frente a la casa y terminamos frente al Instituto Tecnológico de Puebla. Yo no tuve ninguna precaución y me giré en U para volver hacia la casa sin fijarme antes si venía alguien, y sí, venía un coche, que tuvo suficiente tiempo para frenar y no hacerme daño. Recuerdo que el gesto del conductor era de enojo y regaño, pero no me dijo nada, creo que estaba aliviado también de no haberme hecho nada. Yo me sentí muy apenada. No sé si fue por ese incidente que probablemente no le conté a mis padres, pero recuerdo que papá nos recomendó andar en el sentido contrario al que venían los coches, porque así nos iban a ver. Cuando volví a tomar la bici, en tercero de prepa, era la única lección vial como ciclista con la que contaba y era una pésima recomendación.
La preparatoria fue un espacio en el que volví a ser muy feliz después de pasar por los años extraños de la secundaria. Ahí encontré amistades que se volvieron entrañables y ahí también descubrí que disfrutaba del espacio fuera de casa, que andar por las calles del centro era interesante. Entonces empecé a alargar el tiempo que me tomaba volver a casa. Me quedaba platicando con mis amigas hasta que todas tenían que irse y como yo no tenía que llegar rápido me iba caminando a casa. Del centro a la Unidad Guadalupe hay 6 kilómetros y los caminaba sin ningún problema. Ese fue el preámbulo que me llevo a tomar la bici para atravesar la ciudad.
En ese tiempo la última bicicleta que los reyes magos me habían dado tenía varios años de abandono, arrumbada durante todo ese tiempo en el patio de la casa. Después de que descubrí que 6 kilómetros se caminaban fácil, topó mi mirada con esa bici y sin importar el nulo mantenimiento que había tenido en su vida, la tomé para ir a la preparatoria. Recuerdo haber llegado una mañana completamente sudada, después de haber seguido la misma ruta que toma la 44A para ir desde la 24 sur hasta el centro. Creo recordar que solo hice eso una vez, pero también que después de esa vez volví a usar la bici, cuando una amiga me invitó a una comida familiar en el parque ecológico y después la llevé en el portabultos a la casa de su tía. En otra ocasión llevé a Tomillo, mi hurón, en el bolsillo de mi sudadera o en la canastilla de la bici también al parque ecológico. Recuerdo haber llevado una pizza con las manos inseguras sobre el manubrio, junto a mi mejor amigo, porque íbamos a comer en su casa. Y también recuerdo haber ido con mi novio del momento a casa de unos amigos después de la 12 oriente.
Esas fueron mis primeras pequeñas rutas como ciclista urbana. Todas ellas sucedieron como por juego, sin que yo supiera que el ciclismo urbano era algo realmente y que podía ser mío. Todavía me tomaría unos años hacerlo mío, pues después de la prepa me mudé de ciudad y ese cambio, si bien me alejó de la bici porque me llevó a un pueblo en el que bastaba con caminar, también me acercó al ciclismo urbano porque con ese cambio empecé a hacerme cargo de mi propia movilidad en un cien por ciento.
El caso es que empecé a vivir sola; con 17 años, comencé a hacer mi vida de forma independiente: ir al super, al mercado, a la uni, al seguro. Podía llegar a la hora que yo quisiera a casa y también podía quedarme en casa sin que nadie me dijera nada. La verdadera libertad se vive en independencia. Al menos eso descubrí entonces. Esta mudanza, esta migración, me llevó a muchos descubrimientos. A conocer tradiciones, gente y calles con disposiciones distintas a las de Puebla. Me llevo a redescubrir mi propia ciudad porque cada vez que volvía de visita algo había cambiado, pero también podía ver que nunca iba a cambiar la practicidad de la nomenclatura del centro de Puebla y lo bien que funcionaba el trazo original de la ciudad. También me llevó a descubrir que quería defender mi independencia por sobre todas las cosas. Al vivir sola se volvió chocoso depender de que mis padres quisieran recogerme en coche después de que iba a algún lado, se volvió chocoso depender de los tiempos del transporte público después de poder ir con mis propias piernas a donde quería porque las distancias en Real del Monte son caminables. Esos fueron los hechos que me llevaron a voltear a la bici una vez más y escogerla como medio de transporte para cuando estaba en Puebla. Así fue como empecé a hacer del ciclismo urbano algo mío.
A partir del 2014 comencé a tener una relación a larga distancia con la bici, porque la usaba cada verano o en los fines de semana que estaba en Puebla. Con el tiempo me descubrí deseando cada vez más volver a la ciudad y llegó el momento en que no pude seguir más en Hidalgo. Entonces volví, en un tiempo de transición hacia otra carrera. Y mientras estudiaba, mientras esperaba a entrar a la UNAM, trabajé de bicimensajera. Ahora ya no recuerdo cómo supe de las bicimensajerías en Puebla. Probablemente las encontré por redes, que es la forma que me ha llevado a muchos buenos lugares. Trabajando sobre la bici comencé a descubrir mejor la ciudad en la que viví muchos años, fui a distintos fraccionamientos cerrados, de esos que resguardan todas sus diferencias respecto a la ciudad viva, pero también redescubrí colonias, comencé a completar el rompecabezas mental que tenía de la ciudad. Pase varios meses disfrutando del trabajo sobre la bici y cuando llegó el momento de mi segunda migración no dudé en llevarme la bici. Conocer esa ciudad desde ese asiento era mi mayor sueño.
Yo creía que Puebla era una ciudad grande, pero cuando empecé a vivir en la Ciudad de México las dimensiones que tenía en mi cabeza mutaron. El día que llegué con la bici a la central de autobuses del sur me empecé a topar con los obstáculos de la capital: cruzar la calzada de Tlalpan es casi imposible si no se hace por arriba de un puente, un puente anti-peatonal, o por lo subterráneo. Ese día tardé más de una hora en buscar una forma “más segura” de cruzar la calzada desde la central de Taxqueña, solo para descubrir que la única forma sería subiendo al distribuidor vial, para llegar al otro lado, a Quevedo, y entrar en las bellas calles de Coyoacán. Esa fue mi primera experiencia ciclista en CDMX. Pero lo mejor de rodar allá fue cuando me uní a las rodadas nocturnas de los martes, propuestas por la colectiva Bellas Bielas. Con ellas me sentía muy segura, pues no importaba la hora ni el no saber en dónde me encontraba. Iba con el grupo y en el grupo no podía pasarme nada. Así fue como la bici me conectó con la gente, y así empecé a conocer el poder de la colectividad.
En ese tiempo adquirí ciertos conocimientos sobre la bici, aprendí a parchar las cámaras ponchadas o a ajustar los cambios de velocidades. Afiancé la seguridad que me daba la bici y el tiempo me dio a certeza de que era posible usar la bicicleta como transporte principal, incluso para ir de una ciudad a otra, ayudándome del autobús. En ese tiempo también fui contagiando a algunas personas a andar en bici, mientras que a muchas otras más tenía que decirles que no, que no me daba miedo andar en bicicleta en las ciudades, solo para descubrir que en realidad muchas veces el miedo sí me acompañaba, pero que era un compañero sabio, que me ayudaba a activar la alerta. Me di cuenta de eso una vez que terminé en el periférico de la ciudad de México, evitando subir a un puente, creyendo que la calle que Maps indicaba era una simple avenida. Termine en el periférico pasando junto a una incorporación en la que los coches venían a prisa. Recuerdo el temblor de las piernas que no dejaron de pedalear y las manos agarradas fuertemente al manubrio, esperando que no pasara nada, nada que yo no pudiera evitar. Llegué al bosque de Chapultepec, a la tercera sección, y no pasó nada malo, pero esa experiencia me confirmó que a veces tenía miedo, pero que eso no iba a detenerme, solo iba a alertarme.
Desde que empecé mi camino universitario he ido perdiendo algunas de las certezas que tenía de la vida. Es difícil para mí presentarme en términos de ser profesionista de algo, porque he sido estudiante por mucho tiempo. Quizá podría ser maestra o traductora. En un tiempo fui asistente de dirección, escribo, para mí, para mis redes, para mis amigas, para mi gente. Pero además de mujer, no me considero otra cosa más que ciclista, ciclista urbana, porque vivir una ciudad montada en esas dos ruedas me da una perspectiva única, más lenta, pero también más enérgica; me permite observar a mi paso y detenerme ante las sorpresas del camino que yo elija, me permite estar fuera de los horarios y evitar las esperas, pero también me ha conectado con la gente que encuentra en la bici algunas de las cosas que yo también encontré. Ahora quiero convencerlas a todas de que la autonomía que la bici otorga es una herramienta útil para continuar un camino de libertad y sosiego. Por eso quiero enseñar a otras a usar la bici, a moverse en la ciudad, a disfrutar del pedaleo tanto como lo hago yo.
He vivido por temporadas cortas en distintas ciudades y esas migraciones me han permitido llegar a la certeza de que Puebla, mi ciudad natal, se puede transitar con la bicicleta. Cuando empezó la pandemia pude regresar a esta ciudad y decidí comenzar un proyecto de difusión sobre el ciclismo urbano en Puebla, para animar a más mujeres a andar en bici. En ese tiempo no tuve la idea de colectivizar la práctica ciclista, pero por las redes me contactó una chica que tenía inquietudes similares a la mía, además del amor a la bici. Gracias a ella, a Vida, comencé a unir la bici con la colectividad, sentadas en el parque del Carmen, platicando de ir en bici a Cholula, de que su amiga Marlin se mueve en bici con su hija, de que somos varias las que la usamos, pero estamos dispersas. Así comenzó la red ciclista Somos Fuego, con la certeza de que existían muchas morras que usaban la bici y con la esperanza de que juntas podíamos llegar más lejos y ese es el camino que he escogido seguir transitando desde el 2020, un camino de ciclismo comunitario.
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Mónica Díaz García
Estudió arte dramático primero y después lengua y literatura alemanas. Se interesa especialmente en la literatura contemporánea escrita por mujeres, sobre todo en la narrativa sobre experiencias de migración y autoficción. Actualmente se dedica sobre todo a la organización colectiva entre ciclistas de la ciudad de Puebla, en una búsqueda por ejercer el derecho a la movilidad de forma íntegra y segura.