Yo no quería ser activista, pero me mataron a mi hermana
Esther Soto
Oaxaca de Juárez, Marzo de 2023.
Yo no quería ser activista, pero me tuve que armar de valor y denunciar su homicidio ese viernes 18 de diciembre de 2020. Yo no sabía cómo, pero sabía que debía pedir justicia por la muerte de mi hermana Gabriela Soto García.
Ser ciclista en Oaxaca, un lugar mundialmente conocido por ser turístico y a la vez empobrecido, supone pensarse como personas exóticas para esa élite que nos ve como los pobres que no tenemos un carro para movernos, los raros que nos trasladamos en bici en una tierra que ha sido casi conquistada por el vehículo de motor, y como sujetos sometibles y fáciles de intimidar para quienes se beneficiaron de esa herencia cultural que ve como rico y empoderado a aquel que tiene para pagar un vehículo de motor.
Yo no quería ser activista, pero a mi hermana la atropellaron mortalmente la mañana del viernes 18 de diciembre de 2020, mientras regresaba de abrir su empresa. Gabriela se movía en bicicleta, porque es más rápido, porque es más cómodo, porque en un año muy difícil de pandemia fue y sigue siendo un medio de transporte que previene posibles contagios. Gabi se movía en su bicicleta porque era ciclista y lo disfrutaba: amaba rodar.
Mi hermana no murió al instante, ella luchó por su vida tendida en el asfalto casi 20 minutos; ella, la que fue paramédico de la Cruz Roja Mexicana, no tuvo atención de emergencia, porque el chofer de ese autobús que la mató bajó a verla, y viéndola viva se dio a la fuga con ayuda del otro chofer con el que venía echando carreritas; y quienes la vieron pensaron que solo la habían tirado, que estaba dramatizando su caída y que ella se levantaría; pero esa pedagoga de 38 años, que tuvo a su cargo una escuela preescolar y primaria por más de 10 años, no se levantó. Pidió ayuda, y alertó que caería en un coma si no recibía atención médica de urgencia.
Yo no quería ser activista, pero vi el dolor en los ojos de mi madre, vi el desconcierto en las manos de mis padrinos que intentaban ayudarnos a agilizar la entrega del cuerpo de mi mejor amiga, de mi hermana mayor; yo no quería ser activista, pero vi la solidaridad de sus amigos, la unión de los ciclistas que comenzaban a pedir justicia por una muerte que se pudo prevenir. Yo no quería ser activista, pero con 29 años vi posarse sobre mí la mirada fría, cruel, intimidante y amenazadora de una servidora pública que representaba a la Fiscalía General del Estado de Oaxaca, que se creyó con legitimidad para decirme que hechos como el que le ocurrieron a mi hermana, ocurren todos los días, que nunca iba a encontrar a su homicida, y que mejor sería que viviera mi duelo pues pocas veces casos así ven lo que nosotros llamamos justicia. Yo no quería ser activista, pero la imposición de un modelo de justicia basado en normalizar los siniestros viales me dio asco y más hambre de hacer las cosas bien, de no callarme y gritarle al mundo que a mi hermana un chofer de la línea Zaachila Yoo la mató al invadir su espacio, que la vio y no le importó su vida tanto como ganarle a su compañero, ese con el que iba echando carreritas, y el mismo que lo ayudó a darse a la fuga.
Yo no quería ser activista pero tuve que esperar a declarar ante la fiscalía qué estaba haciendo cuando me enteré de la muerte de mi hermana para, por fin, poder entrar a reconocerla; no quería ser activista pero me negué a que un trabajador en la SEMEFO le tomara una foto para así yo poder reconocerla; no quise hacer activismo pero nada de lo ocurrido ese viernes me pareció aceptable, justo o siquiera empático.
Yo no quería ser activista, lo juro. Y a veces sigo sin querer. Yo solo quería vivir feliz —y, por tanto, estar con mi hermana— y bailar tranquilas. Bailar y vivir sin poner otras bicicletas blancas, sin tener que ver otros ciclistas muertos y otras víctimas indirectas. Yo no quería ser activista, pero tuve que hacerlo porque quería —y quiero— vivir, bailar y rodar desde la seguridad vial, quiero poder salir de mi casa sin pensar en si regresaré, quiero que nadie más viva ese momento en el que tocan a tu puerta y te dicen que la persona que más amas, murió atropellada.
No queríamos ser activistas, ni yo ni ninguna de las demás familias que todos los días salimos a pedir no más muertes viales, ni queremos que se nos romantice como víctimas que luchan desde el dolor y la ausencia. Ahora, tras haber escrito esto, pienso en las vidas que hemos perdido en las calles y carreteras de nuestro país, en los y las activistas que sin haber perdido se mueven contra corriente para que nadie más viva este dolor, gracias a esos activistas de verdad —ya no a las activistas en pleno aprendizaje como yo, que seguramente no merezca esta etiqueta— por poner el cuerpo, corazón y alma para construir una realidad mejor.
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