Crónica invitada
Yazmín Aburto Zepeda
Memorias de una flacucha en bicicleta
Esa yo del pasado
Es curioso y hasta perturbador que una mujer que ha tenido en propiedad dos bicicletas en su vida las haya tenido casi siempre sin rodar. Más aún: es una osadía escribir una crónica sobre mi andar sobre este invento y extensión humana que, no hay duda, provoca una palpitante sensación de libertad.
La primera bici que tuve fue en la infancia. Aquella Vagabundo guinda se aferró (y yo con ella) a sus ruedas de apoyo durante casi toda su estancia en mi vida.
Habitábamos en un multifamiliar bastante conocido de la ciudad de México, en el Centro Urbano Presidente Alemán, el CUPA. Una supermanzana ubicada en la colonia Del Valle de la capital mexicana que se distinguía, más allá de su potente color rojizo, por ser en su conjunto una mole de ladrillos, cristales, barandales blancos de hierro y maceteras que destacaba o, mejor dicho, desentonaba en una colonia clasemediera en la que por aquel entonces aún prevalecían, fruto de la primera urbanización de la zona, las grandes casonas y los extensos parques.
Como en otras tantas cosas, no terminamos de ponernos de acuerdo con mis padres sobre cuál fue el motivo de que aquella coqueta Vagabundo con canastilla y listones en los manubrios haya permanecido inmóvil durante casi todo el tiempo. Yo lo atribuyo a que el departamento J-135 en el que vivíamos iniciaba, apenas al abrir la puerta, con unas empinadas escaleras por las cuales una flacucha (y al parecer poco intrépida) como yo difícilmente podía subir o bajar una bicicleta. Además, el problema de las subidas y las bajadas en realidad apenas comenzaba ahí, porque luego de salir del apartamento aún me esperaban las laberínticas escaleras que conectaban los cuatro pisos de aquel edificio, que en realidad eran doce considerando que cada piso ocupaba tres niveles. Todavía más: no había esperanza alguna de que don Benito, el elevadorista, me dejara subir al minúsculo y lúgubre ascensor llevando la bici. ¡Cuántas veces me habré quedado mirando fijamente las escaleras como si de un acantilado se tratara!
Durante años afirmé que uno de mis grandes pendientes —con el que bajo ninguna circunstancia podría morir— era movilizarme en bicicleta.
De vez en cuando, sobre todo los domingos, salía al corredor a andar en la bici. Solía dar algunas vueltas por el pasillo, siempre con el temor (vaya, hacer memoria, no solo me recuerda lo flacucha y poco intrépida que fui en la infancia, sino también lo terriblemente temerosa que era esa yo del pasado) de que alguna de las vecinas incómodas saliera furibunda a reclamar que ese espacio común ¡no era para jugar ni para correr y, menos aún, para andar en bicicleta! —cuánta vociferación de los maduros y estables adultos coarta los anhelos de la infancia. A veces, con la ayuda de mi padre o mi madre, bajaba a la inmensa cancha que es el corazón del multifamiliar para rodar un poco, aunque siempre con la consigna de no ir demasiado lejos, demasiado rápido, demasiado suelta, demasiado libre.
Terminamos por regalarla.
La comenzón de esas grandes alas
La segunda bicicleta se la compré a un amigo que seguramente desde entonces me miraba como una mujer de grandes alas pero atada en tierra a un grillete, como luego me describió. Me convenció de que esa bici era para mí y la adquirí. Sin embargo, permaneció en el patio de la casa, en secas y lluvias, debido al desincentivo de que la zona en la que vivo, como la mayoría de los lugares de Morelia, no cuenta con las condiciones para andar en bicicleta de manera segura. Seguí, pues, montada y aferrada al auto, como única forma de transporte. Al final, cuando comenzaba a tener los primeros brotes de oxidación, también la regalé.
Por fortuna, la comezón de esas metafóricas grandes alas, las ansias de sentirme libre y la convicción de que nunca es tarde para aprender permanecieron, aunque quietas, ahí. Las frustradas experiencias no solo de andar sino de aprender a andar en bicicleta nunca me dieron sosiego. Durante años afirmé que uno de mis grandes pendientes —con el que bajo ninguna circunstancia podría morir— era movilizarme en bicicleta. ¿Cómo desistirme de la posibilidad de palpar la vida sin sujeción ni subordinación?
Al canto de una mujer que no tiene temor alguno de soltar lo que pesa, me desprendí de la idea de lo ridícula que podría parecer una mujer adulta tambaleándose mientras averigua en dónde se encuentra el corazón de su equilibrio.
Los pininos de mi pedaleo ocurrieron en Morelia, a lo largo de uno de los varios ríos que, aunque mugrosos y pestilentes, aún cruzan la ciudad. Sucedió en época de lluvias y de la mano de una amorosa amiga. Al canto de una mujer que no tiene temor alguno de soltar lo que pesa, me desprendí de la idea de lo ridícula que podría parecer una mujer adulta tambaleándose mientras averigua en dónde se encuentra el corazón de su equilibrio. Oliendo la tierna alfalfa y haciendo continuas paradas para cortar zarzamoras silvestres, recorrimos algunos de los campos de cultivo que aún quedaban en la periferia de la ciudad pero que han terminado por desaparecer en un abrir y cerrar de ojos para dar paso a muros y rejas de los cada vez más temerosos fraccionamientos.
A partir de ese momento —como condición de viaje pero sobre todo como conjuro para librarme de temores y como herramienta para romper ataduras— en cada lugar que visito y que parece un sitio amable para quienes andan en bici, no pierdo la oportunidad de rentar una. Con la refrescante sensación del viento en el rostro que, al mismo tiempo, refresca la mirada, me he (re)ciclado por ciudades, pueblos, puertos, parques y playas.
El cabello al viento, la falda ondeando
Con la refrescante sensación del viento en el rostro que, al mismo tiempo, refresca la mirada, me he (re)ciclado por ciudades, pueblos, puertos, parques y playas.
Mis memorias de muchos lugares no serían las mismas y serían más estrechas si solo hubiese andado, a dos pies, por ahí. Es gracias a la bicicleta que recuerdo los largos canales, la pulcra infraestructura ciclista y los típicos picnics de París. Me hubiera perdido del olor marino del río Charles en Boston y probablemente hubiera conocido bastante menos de los míticos MIT y Harvard con sus alrededores. Habría sido imposible recorrer todo el Central Park de Nueva York durante un solo día que hice escala en la cosmopolita ciudad. No habría atestiguado que es verdad que existen ciudades en las que hay más ciclistas que automovilistas —casi inimaginable para quienes vivimos en México— si no me hubiera montado temeraria en una bicicleta en Amsterdam; recuerdo que durante la hora pico de la tarde, el clan que juntos viajábamos fuimos dispersados —cual restos de petardo— durante casi una hora porque, tal como nos lo advirtieron en el lugar donde rentamos las bicis, los oriundos tienen claro que primero se cae un turista antes de que ellos perturben su trayecto. De no haber recorrido en bicicleta el tómbolo que es Cádiz y la avenida que corre paralela a su larguísima playa, no podría recurrir de tanto en tanto a esa escena que resume fielmente mi idea de libertad: el cabello al viento, la falda ondeando, la sal marina en la piel, la luz del sol traspasándome la piel. En torno a Oricourt (un poblado del Franco Condado galo), las estrechas carreteras, los bosques, los caseríos de piedra, las construcciones medievales, las infinitas colinas y la placidez de las vacas que producen el queso más rico del mundo (el Comté, por si esta declaración provoca curiosidad) serían más bien un paisaje televisado a través de la ventanilla del auto.
Y así, sin darme cuenta y más bien como si se tratara de algo innato, aprendí a pedalear sin miedo hasta que, hace un par de años, en una ciudad repleta de ciclistas, devine una de ellas.
Finalmente, Florencia me acunó sobre dos ruedas. Esa encantadora ciudad me retó a no tropezar, por decir lo menos, con los grandes e interminables cardúmenes de turistas que se detienen arrobados en cualquier lugar y en todo momento, al grado de que una mañana que iba presurosa a dar clases, al cruzar una avenida en último momento del siga, percibí que es verdad que la bicicleta se vuelve parte de una misma y que al estar unidas somos más poderosas.
El agreste lugar en donde vivo, las deficientes ciclovías, la baja cultura vial de los neuróticos automovilistas y los (falsos) temores que aún no puedo soltar, me impiden ser una ciclista en lo cotidiano. Sin embargo, no pierdo la ocasión de montarme en una bicicleta para convertirme en una especie moderna de centaura y, así, percibir el mundo con todos los sentidos expuestos, desde esa particular perspectiva y con la individual velocidad que permiten las dos ruedas. Pedaleando, los sonidos tienen otro ritmo; las personas, otra óptica; la temperatura, más variantes; los colores, más tonalidades.
La vida misma tiene renovados sentidos.
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Yazmín Aburto Zepeda (Ciudad de México, 1976). Estudié ciencias de la comunicación y mercadotecnia global en la UNLA y en el ITESO, respectivamente. Mi vida profesional la he desarrollado entre la comunicación, la coordinación de equipos interdisciplinares, el servicio público, la docencia y, más recientemente, el activismo. He sido periodista y coordinado áreas de comunicación en la administración pública y en festivales culturales, recientemente lo hice también en una organización de sociedad civil en Nosotrxs. Produje y conduje programas de radio y televisión, y edité algunas publicaciones. En la UNLA fui maestra, coordiné la difusión cultural y los servicios estudiantiles, y colaboré en la rectoría. En el Poder Judicial de Michoacán colaboré durante la reforma al sistema de justicia penal en su consejo implementador y en el equipo de la presidencia. También he sido consultora asociada de comunicación en el PNUD a través de un programa regional para fortalecer la gobernabilidad y la democracia, SIGOB. He sostenido algunos proyectos personales como INGENIO, un taller de comunicación, y PAR:ES, una colectiva. Soy activista por los derechos de las niñas y las mujeres, me considero feminista y me organizo con otras mujeres a través de PAR:ES, la Asamblea de Mujeres Michoacán e ILEMich. Vivo en Morelia, me gusta viajar, estoy emparejada con un francés y persigo el bienestar y la buena vida.